¿Helados, o "calentitos"?
El señor Juan era un personaje que aparecía en mi casa de la calle Baltasar Bachero, en Madrid, sólo el día de nochebuena. Venía con su traje, creo que gris, y una cajita de pastas que mi madre siempre decía, al recibirlas, "No tenía que haberse molestado", y nos sentábamos a cenar en el comedor, todos muy formales.
El comedor era una habitación de 10 o 12 metros cuadrados en una casa de 60 donde vivíamos 8 personas, y era un lugar frío, con la puerta siempre cerrada, que debía reservarse perfecto porque era "para las visitas". Además de para las visitas, en aquel comedor mi padre hacía las cuentas de la tienda con mi tío Eduardo, una vez al mes, y entonces había una ráfaga de aire frío en invierno que traspasaba toda la casa cuando se abría la puerta, por lo que las "cuentas", asociadas a aquella desventura polar, siguió siendo un territorio ignoto y muy poco atractivo durante muchos años.
Pues bien, el señor Juan llegaba en nochebuena con su cajita de pastas y nos sentábamos a la mesa del comedor, (que debía ser extensible, porque la recuerdo perfectamente cuadrada y sin embargo a cenar éramos seis: mis padres, los dos niños, la abuela y el señor Juan; tampoco sé dónde cenaban aquella noche mis dos tíos y una prima que también trabajaba en la tienda y que, siguiendo la costumbre de la época, vivía en casa, ya que su acuerdo de trabajo incluía, además del sueldo, casa, manutención y lavar los delantales, a razón de dos por semana)
Nunca supe quién era el señor Juan; la única explicación que me dieron fue que no tenía familia y le invitábamos "porque no era una noche para cenar solo". A mí me acobardó siempre, porque sabía manejar los cubiertos, y se establecía una conversación "de mayores" que me hacía estar muda toda la velada, excepto cuando me preguntaba algo el pobre señor; algo que, por cierto, contestaba encogida y tímida, muy poco en mi papel de ahora: no me reconozco.
Este año, por contraste, hemos celebrado las fiestas mi hija, mi marido y yo, fuera de casa, para no recordar demasiado que falta la abuela; y han sido calentitas, porque madre e hija hemos discutido por todo, como debe ser: los hijos deben afirmar su personalidad marcando distancias; a los padres no nos molesta que afirmen su personalidad, pero lo hacen a costa de procurar llamarnos ignorantes siempre que se les presenta la menor oportunidad, y entonces son mosqueamos -los padres- porque, evidentemente, los jóvenes siempre se creen que son los únicos que han pensado sobre un tema (cualquier tema, la discusión es sobre todo y no hay tema que se libre); ven el mundo como algo nuevo y por descubrir, como cuando eran bebés, y descubren muchas cosas nuevas, quién lo duda, pero esa juventud que les hace tan intransigentes es muy molesta. Luego tienes que pensar que los más rebeldes son también los más críticos y los que van a cambiar el mundo, si el mundo se puede cambiar, pero esa sensación llega después de la bronca infinita, es decir, cuando ya se han acabado las fiestas y se han ido ¡por fin!, (y dicho con mucha tristeza, porque, efectivamente, cuando terminan las fiestas se van).
Así que la nochebuena ha cambiado mucho: del frío perenne ha pasado a la bronca perpetua. A ver cuándo llego a la medianía.
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