Mi nombre es Purcell
Suena el teléfono. Levanto el auricular, y una voz misteriosa, algo ronca, pronuncia al otro lado las palabras mágicas: Purcell, número nueve , y cuelga. Son las siete y media de la mañana de un gélido día de invierno. Salto de la cama, me visto de cualquier manera y llego a la cola del Teatro Real justo a tiempo para contestar cuando el conserje, con su lista en la mano, va preguntando para ver si los que llevan allí toda la noche -desde las cinco de la madrugada, según costumbre- siguen a pie de obra: Número nueve . Y en ese momento yo, que llego jadeando por la carrera y asfixiada por los cristales de hielo que se me han metido en los pulmones al correr, respondo: Yo, Purcell. La aventura de Purcell duró un par de años, y en aquellos viernes de la temporada de conciertos del Real conocí a un montón de melómanos accidentales que llevaban su amor por Ravel, Debussy o Beethoven hasta la locura que era...