Mi nombre es Purcell
Suena el teléfono. Levanto el auricular, y una voz misteriosa, algo ronca, pronuncia al otro lado las palabras mágicas: Purcell, número nueve, y cuelga. Son las siete y media de la mañana de un gélido día de invierno. Salto de la cama, me visto de cualquier manera y llego a la cola del Teatro Real justo a tiempo para contestar cuando el conserje, con su lista en la mano, va preguntando para ver si los que llevan allí toda la noche -desde las cinco de la madrugada, según costumbre- siguen a pie de obra: Número nueve. Y en ese momento yo, que llego jadeando por la carrera y asfixiada por los cristales de hielo que se me han metido en los pulmones al correr, respondo: Yo, Purcell.
La aventura de Purcell duró un par de años, y en aquellos viernes de la temporada de conciertos del Real conocí a un montón de melómanos accidentales que llevaban su amor por Ravel, Debussy o Beethoven hasta la locura que era pasar aquellas oscuras noches con un termo de café o de caldo para paliar el frío, encerrados en un coche o paseando por la plaza, sólo para conseguir entradas para el concierto de los domingos. Porque tenía que ser ése.
El concierto de los domingos era el mejor "Porque la orquesta ya está afinada después del viernes y el sábado pero todavía no se han aburrido", y debía oírse desde los asientos centrales del gallinero, la mejor zona para la acústica del Real. De ahí la necesidad de pasar toda la noche en la cola: Elegir aquellas selectas y baratísimas entradas. Porque en el Real, todo hay que decirlo, la mayoría de las entradas eran regalos institucionales, y pocas salían a taquilla; era la queja perpetua de los melómanos, pero también había sido la oportunidad para amar la música de mis compañeros de cola y de frío. Aquellos regalos institucionales habían terminado en manos de los chóferes, las asistentas, los porteros, de los regalados, y aquellos chóferes, asistentas y porteros sí amaron enseguida aquella música tan especial, que pocas veces o ninguna habían tenido oportunidad de oír.
Creo que a mi amigo Luis David, mi pareja en estos lances, le gustaba casi tanto aquella parafernalia de los números como los propios conciertos. Porque, excéntrico como era, el bautizarse Purcell, llamarme casi de madrugada con aquella frase críptica "Purcell, número siete,... o nueve, o doce" y salir corriendo a fichar en su oficina sabiendo que yo iba a recoger el testigo hasta las nueve que abrían la taquilla, eran una aventura. Nadie sabía su nombre en la cola. Sólo Purcell. Pero ni siquiera yo, su amiga del alma del Ateneo, hubiera apostado mi cabeza a que se llamaba Luis David. Eso era lo que decía, pero le encantaba hacer teatro de su vida, así que...
Y luego, comenzaron las interminables obras del Real. Y se acabó la aventura de los números. Ahora voy al Auditorio, pero muy de vez en cuando: Está lejos, voy sola (a veces), la acústica es distinta... Pero los melómanos de los domingos siguen siendo gente maravillosa y divertida. En uno de mis últimos conciertos comencé a comentar con mi compañero de asiento, mascarilla por medio, lo que estábamos oyendo, y en el intermedio me regaló una divertida anécdota, de ésas que sólo te pueden contar los aficionados de verdad, porque hay que patearse muchas sesiones musicales para ser testigo de un lance así:
Cuando era joven, iba a casi todos los ensayos de la Orquesta de Radio Televisión; los pases eran gratuitos y los estudiantes, ya sabe, siempre andábamos sin dinero. El director era Igor Markevitch, muy exigente él. Y un día, en pleno ensayo, le vemos que para la orquesta, se baja de su tarima, se dirige al segundo violín y le dice alto, para que lo oigan todos: Por favor, no mejore usted la partitura.
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