Qué asco, otra vez jamón!
Hace algunos días hicimos una "comida de primas" en la familia. Hablamos de maridos (les cortamos unos estupendos trajes 😂), de nietos (las que los tenían), de asuntos varios... y de comida. Y salió la paella, que, aparentemente, es un plato favorito entre nuestros allegados... o no. Porque otra prima y yo coincidimos en nuestra falta de afición hacia los granitos amarillos. Pero parece ser que somos minoría. Y, recordando, recordé por qué odiaba este plato, y por qué, cuando en casa veía el bocadillo que me ponían para llevar al cole, siempre exclamaba: "Qué asco, otra vez jamón"
Pero empecemos por la paella. Cuando era niña, la rutina de los domingos por la mañana en casa era lo mejor: Mi padre nos cogía a mi hermano y a mí y nos llevaba a un bar del Callejón del Gato llamado El Club y regentado por Vicente y Luisa, dos gordos y sonrientes hosteleros que, según nos veían llegar, nos sacaban una docena de gambas a la plancha para cada uno, ya sin preguntar, y, hala, a pelar gambas. Las gambas eran de la pescadería de mi padre, naturalmente, y, mientras los niños comíamos, los mayores hablaban de sus cosas y se ponían al día de sus asuntos personales, que no eran de comentar cuando iban a comprar a la pescadería, porque no debe mezclarse lo laboral con lo privado. Cuando volvíamos a casa, ahítos y con la boca y las manos todavía un poco manchadas, a pesar de las servilletas, mamá nos recibía con un clásico: Y ahora diréis que no tenéis hambre, claro.
Y no teníamos hambre, claro. Al menos, yo. Porque siempre, siempre, los domingos había paella. Nunca comprendí por qué mi madre hacía paella todos los domingos del año, si la paella era un plato que se cocina cuando la madre de familia sale de paseo, a tomar el vermú, a misa, a la playa, porque se hace en un pispás. Pero mi madre no salía: No le gustaba salir. Al menos, no le gustaba salir los domingos por la mañana, con la gente en la calle, el suelo de los bares lleno de cáscaras -de cacahuetes o de gambas, igual daba- y de serrín, y el ruido de los coches -pocos-, los transeúntes -muchos-, el poquito sol de invierno que casi no calentaba pero daba una preciosa luz a todo, y los espejos de aquel Callejón, ante los que me paraba para mirarme y avanzar y retroceder y poner muecas en cuanto terminaba de comer aquellas gambas, tostadas, rosadas, a veces casi negras, que hacían en El Club.
Y llegaron las vacas flacas: Los médicos, esos seres omniscientes ante los que todos tenemos que inclinarnos, decidieron que mi padre tenía hepatitis: Adiós al marisco, adiós al alcohol, al tabaco, a tantas cosas... Y se acabaron los paseos al Club. Se acabaron las gambas, y las cigalas, y los percebes, y los bígaros, y... Todo, porque no había que darle envidia. Los domingos se transformaron en unos días aburridos en los que había, siempre, siempre, paella para comer, como toda la vida. Y, como toda la vida, seguí sin probarla. Y no sé si por aquella época o algo antes o algo después, dejé de comer en general. Y me diagnosticaron anemia. Y empezaron a darme todos los días filetes, y a prepararme para el colegio todos los días jamón, y a batirme huevos todos los días en la sopa... Y yo empecé a odiar los filetes, y los huevos crudos, y el jamón... Durante una eternidad.
Porque me ha costado un huevo -y nunca mejor dicho- que me gustara el jamón, y los filetes, y alguna otra cosa que no recuerdo. Pero no he conseguido que me gusten ni los huevos fritos- su yema líquida siempre me recordará las arcadas de los huevos crudos batidos en la sopa- ni la paella. Aunque reconozco que sí que la como cuando voy a Alicante o Castellón. Algo emocional, claro, porque sólo me niego a comer las paellas caseras: Las de mi madre, vamos. Y eso que mi madre siempre tuvo la fama de hacer las mejores paellas de la familia.
Pero, para mí, las paellas de la familia son la pérdida de mis mañanas de domingo y la entrada en un mundo más feo, más triste y, dicho resumido, lleno de pérdidas. Pérdidas pequeñitas, pero yo también era pequeñita por aquel entonces. Rebeldías tiene la vida, y sanas son, porque rendirse no suma, como está de moda decir ahora. Y yo opté por rebelarme odiando aquellas comidas que me imponían, una rebeldía al alcance de una niña.
Jamón, filetes, paella, huevo frito: He superado dos de cuatro. No me veo mal. Sigo en ello. Me queda tiempo: La esperanza de vida de las mujeres españolas está en los 84 (creo); y en mi familia, más.
Precioso, ¿prólogo para una novela?
ResponderEliminarLa novela la dejo para la segunda jubilación, no la descarto (aquí iría la carita de risas, pero soy una inútil)
ResponderEliminarEstá muy bien escribir de vivencias y por supuesto también hablar...
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