Algo más que flores

         Todo el mundo (o casi) ha visto ET, y todo el mundo reconoce la expresión "Mi caaasaaa", dedo enhiesto, mirando a una lejana estrella de una lejana galaxia. Pero como yo no soy todo el mundo, mi expresión favorita es "Mi jardíííín". Y tengo mis razones.

        Cuando Salva y yo compramos una casa en Cerceda, mi tío Santiago, que vivía en el pueblo de al lado, fue nuestro primer jardinero/asesor/esclavo. Aunque lo de esclavo es realmente un exceso, porque se definía mejor con la palabra autócrata: Llegaba con su coche, siempre sin avisar; se apeaba, "aparcaba"a la tía Nati saludándonos a la carrera, sacaba del maletero unos pantalones de faena, una azada y lo especial que trajera aquel día, y, sin encomendarse al Dios ni al diablo, comenzaba a cavar en algún rincón de nuestro jardín. Terminado el hoyo, sacaba de algún lugar que no habíamos controlado alguna varita, esqueje, plantón o bulbo, y sólo cuando había terminado la faena nos informaba amablemente de lo que había mejorado nuestro jardín con una varita de castaño de indias que se convertiría en un precioso árbol de sombra, un proyecto de altea que daría unas preciosas flores malvas durante todo el verano o un soleado parterre de rosales, porque había aprovechado la poda en la rosaleda del primo Ramiro para obsequiarnos con el clásico que no puede faltar en ningún jardín.

        Era aquél un ritual perfecto, porque Salva iba tras él tomando nota de lo que hacía -no controlando, porque tío Santiago era, es y será siempre incontrolable-, mientras yo daba cuerda a la tía Nati, que se explayaba feliz desgranándome recetas de cocina, rememorando los tiempos felices en los que todavía tenía vista para bordar o contándome por enésima vez cómo hizo el ajuar de su hija, perfecto y precioso donde los hubiera. Cosas de madres.

        Pero mi jardín no se limitaba al tío Santiago: Cuando compramos aquella casa con parcela -enorme parcela, porque estábamos al borde del Parque Regional de la Cuenca Alta del Manzanares y se podía construir sólo en modo grande y disperso-, mi progenitora sentenció que aquello era "Una casa de pueblo", "El peor error de mi vida". Rápidamente cambió de opinión cuando sus cuñados y hermano, todos vecinos de la zona, la sacaron de su error con invectivas poco amables del tipo "No tienes ni idea", o, más amables, "Deja a tu hija, que sabe lo que hace". 

        El tema es que mi madre, como la tía Quini -del otro lado de la familia- consideraron que debían regalarnos algo, para simbolizar su aprobación y contribuir al nuevo hogar de los primogénitos de las dos familias. Así que la tía Quini nos regaló un ginkgo, precioso árbol (y carísimo, por cierto; nunca se nos hubiera ocurrido comprarlo) que colocamos en un lugar de honor, delante de nuestra casa. Y mi madre, como la emigrante de campo que era, no pudo regalarnos otra cosa que tres frutales -dos manzanos y un melocotonero- porque, para la gente del campo, un árbol "sin oficio" no merece tener un lugar en el mundo.

        Empezamos a vivir, a invitar amigos, a trabajar en la parcela -que todavía no se podía llamar jardín- y la ilusión siguió creciendo: Porque el tío Santiago nos traía semillas de altea, precioso arbusto que crecía en los balnearios donde iba todos los años con mi madre y la tía Nati; y mi madre nos trajo esquejes -o semillas, o bulbos; patatas los llamaba ella- de lirios, azucenas y arces nenunda, que le regalaban los jardineros del Jardín Botánico con los que pegaba la hebra cuando paseaba por las avenidas de arena por donde yo misma había paseado con mi abuela -su madre- cuando era niña. 

        Y después llegaron mis amigas, que me traían rododendros cuando venían a comer, porque sabían que me encantaban las flores; y teniendo un jardín, regalo facilísimo. Y Marta, mi cuñada jardinera, que me trajo un día la preciosa abelia con sus flores blancas en septiembre para alegrarme una de las ventanas que tengo en mi salón cuando reproduzco el cuadro de Dali y me asomo con los codos apoyados en el alféizar (Salva dixit)

        Y la parra que llegó de Las Navas, mi sitio de veraneo mientras fui niña, y el lilo blanco que me regaló Magdalena, mi compañera de trabajo del Centro Base de la Comunidad de Madrid, y el álamo que nos plantó mi primo Pepe y que ya mide al menos cuatro metros, pero que, alcance la altura que alcance, siempre será menos que el cariño de mi primo.

            Y la camelia de Sole, y los agapantos de Ana, y mi árbol de jubilata, un esbelto algarrobo -por más bonito nombre árbol del amor-, que me regalaron mis chic@s del albergue para celebrar que me perdían de vista...

        Así que mi jardín no es un jardín cualquiera. Es el jardín de mi familia, de mis amigos, de mi historia. Seguiremos creciendo juntos, así que seguiré contando.

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