Novelas, seriales, novelerías

Las novelas de la tele son terribles. Venezolanas o turcas, todas tratan de amores, encuentros y desencuentros, con el mismo fondo romántico que la novela "María", muy popular entre las jovencitas cuando yo lo era, y que se estudia (o se estudiaba) en las facultades de Letras como arquetipo de cierta novela, aquella en la que se desarrolla una historia de amor imposible sin contexto: Lo mismo puede ocurrir en un país que en otro, en una época que en otra, en una clase social que en otra; pero no porque el amor sea universal, sino porque faltan ambiente, personajes secundarios, época, color local, y sobran los estereotipos, más a menudo los de Cenicienta (chica pobre) que los de Blancanieves (chica rica).

Esto de las novelas es de toda la vida: Los Amores de Teógenes y Cariclea, del siglo III después de Cristo, es ya igualita que las de ahora: un par de enamorados que tienen que superar obstáculos sin cuento (cuento de contar, es decir, incontables obstáculos; pero a que queda bien el paréntesis?); se encuentran y desencuentran entre viaje y viaje, se engañan y desengañan hasta que, por fin, se casan después de mil peripecias. 

No es que yo la haya leído: No conozco a nadie que lo haya hecho en estos últimos siglos, pero su estructura es la misma que las telenovelas, radionovelas y novelas por entregas en general; novelerías que diría nuestro Quijote, que ya había por cientos en su época. Y tampoco pensemos que las novelas que se publicaban en los periódicos hace dos siglos debían de ser muy diferentes. Al fin y al cabo, a Don Benito Pérez Galdós le llamaban Benito El Garbancero precisamente porque publicó algunas de sus novelas por entregas en los diarios de la época, y, cuando se lo reprocharon, él respondió que "Había que ganarse los garbanzos". Garbancero, pues.

Así que los seriales son lo que son. Pero de vez en cuando, como las grandes novelas de Galdós publicadas "a cachitos" en los periódicos de hace dos siglos, hay alguna historia por entregas -por episodios- muy bien ambientada, muy interesante, muy crónica de la época magistralmente hecha. Y ésa fue Amar en tiempos revueltos, mientras duró, como lo ha sido Cuéntame cómo pasó, -otra época pero el mismo formato-. 

Lo malo de las cosas bien hechas, a veces, es que los que las hacen no saben parar, y son tan populares que no resisten la tentación de seguir ordeñando la vaca mientras tenga leche. O, como ocurrió con Amar en tiempos revueltos: La serie cambió de cadena, y la nueva le cambió el estilo y comenzó a parecerse menos a una muy interesante y muy documentada crónica de la época y más a una telenovela de amores imposibles, tardíos o, simplemente, enrevesados, sin chicha ni limoná ni fundamento, como diría nuestro Arguiñano. 

Pero los que estábamos enganchados por la crónica de la época seguimos viéndola, en parte por inercia, (se dormita muy bien en el sofá con una serie que "avanza" muy despacio: aunque te quedes traspuesto un ratito, cuando te despiertas no te has perdido gran cosa), y en parte porque, mal que bien, no pueden perder todo su sentido original y, entre traiciones y desdenes, algo van contando de la época que reflejan. 

Y así he llegado a esta semana, en la que la novela llegaba al año 1977: Ya se veía venir, y tenía curiosidad por ver cómo contaban lo que ocurrió en mi barrio justo ese 24 de enero; porque para mí no fue sólo la matanza de unos abogados de mi partido y mi sindicato: Fue más todavía. Fue la matanza de unos abogados que tenían su despacho en mi barrio; a trescientos metros de la tienda de mi padre en el mercado de Antón Martín; casi enfrente de mi academia de banca; en la misma acera y la misma manzana que el piso del SEK donde estudié COU; a quinientos metros de mi casa en la calle del Salitre. Los podía haber visto yo entrar en el portal al salir de la academia de banca si hubiera ocurrido unos años antes; podía haber compartido con ellos la barra de un bar en Atocha o  Santa Isabel, y quizás lo había hecho, porque la costumbre al salir de las reuniones -todavía clandestinas- de partido y sindicato era tomar unos vinos para seguir hablando de política en los bares de Atocha, del Puente de Vallecas o de las calles de la Cruz y Espoz y Mina, cada vez en un sitio, sin discriminaciones. Quizá, para familiarizarse con el barrio, habían comprado unos gallos en la pescadería de mi padre, o unas manzanas en la frutería de mi amigo Abraham, comunista como yo. Eso sí que hubiera sido una terrible paradoja.

Me encontré de golpe, pues, con unas imágenes de archivo de la manifestación del 25 de enero: las torres de Colón en primer término, un helicóptero, y la plaza como un hormiguero. Y volví a recordar lo que tantas veces he contado a mi marido y mi hija, como buen Abuelito Cebolleta que soy para las "cosas" de la transición: Me encontré de nuevo en esa plaza, al pie de la cafetería Riofrío, helada de frío pero también de terror, porque tenía a mi lado a dos guardias -dos grises, como se les llamaba- a caballo, con la porra en el cinto y el escudo en la mano; los caballos eran más altos que yo (y eso impresiona); y los grises estaban hablando entre sí, y hablaban alto para que les oyéramos; y aquella gente, que estaba allí para protegernos de posibles violentos de extrema derecha, comentaba sin pudor, y con muy mala cara, que si no fuera por "los .... rojos .... que les obligábamos a estar allí pasando aquel frío polar, estarían en su casa calentitos sin hacer el ..."

Así que me ha entrado una gran tristeza, después de tantos años, porque las cosas han cambiado mucho, pero lo que no ha cambiado es que, a veces, los que nos deben proteger no están a eso. Ni siquiera están a por uvas. Están en el lado equivocado. A veces se llaman padres, a veces se llaman educadores, a veces se llaman funcionarios, a veces se llaman familia. Pero están en el lado contrario, en el de los agresores.

Y es muy triste que los que deberían protegerte sólo te inspiren miedo.












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