Una especie a extinguir
Subí por primera vez a Barcelona a finales de los años setenta, a casa de la hermana de una amiga que me alojó con ella, en el barrio gótico, durante quince días perfectos. La hermana de mi amiga tenía un piso pequeño al que no hacía mucho caso, pero donde guardaba algún que otro tesoro, aunque no eran tesoros al uso, sino suyos propios, que, para mi gran ¿suerte? ¿felicidad? no sé cómo llamarlo, coincidían con mis propios tesoros: Libros.
Los tenía dentro de un aparador, y, en cuanto comencé a hojearlos descubrí que los títulos y los autores me eran desconocidos (¡Qué maravilla!): Tenía un filón que explorar, y quince días para hacerlo. Así que, entre Parque Güell y Sagrada Familia por la mañana y ginebras con limón en el Ensanche escuchando jazz en vivo a las 20 p.m., en la hora de la siesta me sentaba en el salón de aquella casa de muñecas y me empapaba, una página tras otra, del simple arte de matar que practicaban ciertos detectives, o de los raros conceptos de lealtad, amistad o, simplemente, honradez, que sostenían otros, llamados Philip Marlowe o Sam Spade.
Así, en Barcelona y de vacaciones, me eché entre pecho y espalda una buena parte de la novela negra americana de los años cincuenta: Chandler, Hammet, Himes, Elroy... libros difíciles de encontrar en aquella época, y que busqué en Madrid en cuanto puse el pie en la capi, en uno de los sitios donde se podían encontrar los libros raros, semiprohibidos o, simplemente, viejos, como aquellos de mi amiga, que se habían publicado aquí, en España, en los años sesenta: La Cuesta de Moyano.
Y en la Cuesta de Moyano, preguntando por aquellos autores y aquellas novelas, encontré un librero que se entusiasmó cuando oyó mis preguntas, y me contó, con pelos y señales, la historia de la publicación en España (la no-publicación, en realidad) del más famoso de todos ellos: El largo adiós, de Raymond Chandler: Guerras editoriales, vicisitudes de reedición, compra de derechos, traducciones, autorizaciones gubernativas,... se conocía toda la historia de por qué no estaba reeeditado. Y me la contó, vaya si me la contó, durante más de una hora a pie firme bajo un sol de justicia en julio, en Madrid, y sin moverme para no perder ripio, porque se podía haber escrito otra novela con aquella historia. Y la contó muy bien. Como buen lector y buen vendedor, más que de libros, de historias.
Y vuelvo al presente. Ya sé que en este blog voy del presente al pasado continuamente, y espero que sea porque la historia se repite y no por "batallitas de abuela". Pero, en cualquier caso, en la universidad lo único que me enseñaron, en el fondo, fue a relacionar datos para explicar fenómenos (es decir, a pensar); y muchos datos pertenecen al pasado, por lo que ahora, para explicar mi presente, me voy a otras épocas porque todo lo de ahora tiene una relación con lo de antes. Claro que puede ser porque a mí me gusta la Historia, y se nota.
Pero esto viene al caso porque, hace poco, tenía una lista de libros que comprar. Y para comprar libros, me voy a Madrid, porque mis gustos no siempre se ajustan a los de las secciones de librería de Media Markt o Carrefour, que es a lo que llegamos por estos pagos. Así que, aprovechando que quería hacer recados en Madrid con mi hija, busqué en Google (ella me buscó en Google) librerías por la zona de Avenida de América, y encontramos dos; esto ya de por sí era deprimente, pero ya estaba acostumbrada; y no lloro por los pequeños libreros, que también; lloro, sobre todo, porque en estas grandes cadenas los empleados sólo saben buscarte un libro en el ordenador, pero tienes que ir tú con todos los datos, en tanto que al librero que amaba su profesión le decías dos tonterías así, en general, y te daba pelos y señales del libro, lo tenía y, de propina, te daba una charla como la de mi librero de la Cuesta de Moyano. Y lo sé porque una vez pregunté por Pórtico, de la que tenía una vaga idea, en una enorme librería (ya desaparecida, cómo no) llamada El Tranvía , y la mujer que me atendió me dijo el título (que yo no recordaba), tenía la novela, se conocía toda la saga y, si la dejo, me la cuenta.
Así que, volviendo a la Avenida de América, fui a una de las librerías; ya en el escaparate tenía más material escolar que libros, pero estaba decidida a probar. Y entré. Y ví que, en los pocos expositores de libros que había entre tanto material de pupitre, los títulos no eran los últimos best sellers, ni novela romántica, autoayuda o vampiros, ni últimas sombras de Grey. Conque, esperanzada, decidí pedir en el mostrador mi lista de libros sin leer, creo que siete en total, que había ido apuntado para no olvidar ninguno: Vargas Llosa, Landero, Lindsay Davis, Wyoming... Variado, vamos.
Los tenía todos! Los tenía todos, sí, no había oído mal. Es más, yo estaba equivocada, porque el último libro de Luis Landero no era el que yo pensaba, sino otro, y me corrigió muy amablemente, con miedo a molestar a un cliente de los pocos que debían entrar a la tienda a por libros, en lugar de cuadernos o cartulinas o agendas. Y luego, cuando le conté que iba a tener una vivienda en el barrio, me apuntó en la lista de socios para hacerme descuentos en novedades, para avisarme de los últimos títulos de los buenos autores...; para mimarme, en fin.
Me alegro muchísimo de haberlo encontrado. Cuarenta años después, todavía no se ha extinguido la especie del librero. Espero que mi hija, dentro de cuarenta años, encuentre otro ejemplar.
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