8 de Marzo, Dia de la Mujer Trabajadora

Esta mañana puse la tele mientras desayunaba (no diré a qué hora) y, haciendo zapping, encontré una antigua serie que veía con mi hija hace unos quince años: Compañeros. Una serie en la que se cuentan las peripecias de una pandilla de chicos de instituto, muy recomendable. Y en el capítulo de hoy, casualidades de la vida, en el cole se representaba la escena final de Casablanca. Y digo casualidades de la vida porque ayer fue el Día de la Mujer Trabajadora, y, cuando vi Casablanca, mi reacción ante aquel final absurdo fue: Esto le pasa a Elsa porque decirle a Rick "Piensa tú por mí". 

No diría nada de Casablanca que no se haya dicho ya. En mi generación, frases como ¿Son cañones, o los latidos de mi corazón?, Este es el principio de una gran amistad, Siempre nos quedará París, pertenecían al mundo de lo cotidiano, y se decían para cualquier cosa: en serio, de broma y en mediopensionista. 

Y sin embargo, nos acordamos del nombre de Rick, pero a ella la llamamos "la chica", o Ingrid Bergman, pero casi nunca recordamos el nombre de su personaje; o vemos ese final, y pensamos que es maravilloso por lo romántico (los finales trágicos son más románticos que los finales felices, dónde va a parar). Y en ambos casos no nos damos cuenta del papel de la chica en la peli, que es el centro de todo, pero, paradójicamente, no toma una sola decisión. Y, al final, es la única perdedora: Rick se queda con su cruzada antinazi; el marido de ella la recupera, recupera a su amor. Pero ella sólo se queda con sus cadenas: Ni siquiera con su deber, porque no es su guerra; su guerra era el amor (Rick) y la admiración por el héroe (su marido, pero intuimos que ya no le admira); y no le quedan ninguna de las dos cosas.

Así que la serie me recordó inmediatamente el día de ayer, ocho de marzo, al que siempre llamaré Día de la Mujer Trabajadora, y no Día de la Mujer, porque, para mí, esta diferencia siempre ha sido fundamental. Porque las mujeres, para ser iguales, necesitamos dignidad; la dignidad la da la independencia; y la independencia, salvo algunos casos, la da el trabajo -un salario-. Así que, en definitiva, las mujeres que no trabajan -o acomodadas en el "trabajo doméstico no remunerado", como se dice ahora- no es sólo que no las entienda: es que tengo que hacer un esfuerzo para respetar su elección.

Y hago excepciones, claro: Mis primas, las que vinieron a Madrid desde el pueblo a "servir", estaban como locas cuando se casaron porque ¡por fin! iban a cuidar, limpiar y mimar su propia casa, en lugar de la casa de otros, recibiendo órdenes de otros y con los gustos de otros. Era un avance fundamental para ellas: Habían conquistado pasar de esclavas a dueñas de su propio mundo, moldeándolo a su modo y manera a partir de aquel momento. Y las mujeres del campo o de pueblos pequeños, qué decir de su falta de oportunidades para tener un trabajo independiente y remunerado.

Pero, al margen del caso de cada cual, el intento de dignificación de algunas categorías, como el ama de casa voluntaria, siempre me ha parecido un error del movimiento feminista: ¿Qué tengo yo en común con las mujeres que quieren que les resuelvan la vida, que no quieren enfrentarse con el mundo exterior? ¿Qué respeto me tiene que merecer que no quieran tomar sus propias decisiones?

Y recuerdo a Mª Angeles Durán, la feminista, comentando una vez en el Ateneo de Madrid, en un grupo de amigos -era amiga de mi amiga Maite- que, al hacer la EPA, cuando preguntaban a un ama de casa si trabajaría en el caso de que pudiera atender a sus niños, compaginando sus horarios escolares con el trabajo, y tuviera un salario digno, siempre te decía que sí. Y yo me imaginaba al ama de casa en cuestión soñando con una oficina calentita, donde ella estuviera todo el día limándose las uñas, y cobrando un salario estupendo por no saber otra cosa que fregar (y no hacerlo). Y me podía roja de ira, porque me veía a mí y a mis amigas, trabajando fuera de casa, estudiando después en institutos y facultades con turno de noche, y peleando luego durante horas para no planchar las camisas a nuestros hermanos varones, o no fregar los cacharros de la cena de todos, o negarnos a hacer tareas domésticas porque nuestros hermanos varones no lo hacían, cuando llegábamos a casa donde nos esperaban nuestras madres machistas, esas amas de casa que tan bien comprendía Mª Angeles Durán con la escoba, o la plancha, o el estropajo de fregar, para que no olvidáramos nuestro "sitio".

Y recuerdo también, en algún periódico de la época, el artículo de una feminista de la que prefiero no recordar el nombre, abogando por que las mujeres nos sometíéramos a esterilizaciones para demostrar que podíamos trabajar para una empresa tanto como los hombres, sin distracciones tontas como los hijos.

Así que, ahora que el feminismo es, por fin, una cuestión de exigir igualdad de derechos y oportunidades y de reivindicar la diferencia entre sexos, porque somos diferentes, me parece imparable su éxito. Porque, por fin, hemos dejado de imitar a los hombres; porque, por fin, ponemos el acento y el esfuerzo en la formación y la capacidad para perseguir la igualdad; porque, por fin, el Día de la Mujer es el Día de la Mujer Trabajadora, y el trabajadora se obvia porque está ahí, no es necesario decirlo porque, por fin, trabajar es un derecho, una exigencia, y, en nuestra historia, un triunfo.





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