Domingo
Si no estrenas nada /en el Domingo de Ramos/ o no tienes pies / o no tienes manos.
Esto se decía cuando yo era pequeña; me lo recordó ayer Salva, cuando le comenté que tenía una noción vaga sobre zapatos nuevos y el Domingo de Ramos. Zapatos nuevos y palmas en el balcón, unas discretas, con un pequeño lazo y basta, pero otras coloridas, barrocas, que no en vano en nuestra calle había mucho andaluz, mucho extremeño, mucha gente del sur, del sol, de los gritos de balcón a balcón, de lo extremo, también -sobre todo- en la fiesta como en el drama.
Muy diferente de lo que siento ahora, que no es nada nebuloso y que se podría resumir así: Cuarto domingo de quedatencasa. Lo que me ha llevado a pensar si los otros domingos de mi vida han sido muy diferentes. Y sí, lo han sido, pero no me libero de la sensación de que el domingo es un día anodino, tonto, fuera del control de la rutina, pero no por ello memorable -de memoria, lo que recordamos-, ni especialmente feliz. Aunque he tenido domingos felices, quién no.
Recuerdo, por ejemplo, cuando era niña, el revuelo de los domingos por la mañana, en nuestra casa de Salitre: llegaban los dependientes de la pescadería de mi padre, una pandilla de jovencitos endomingados, para hacer los cucuruchos de la semana; sacaban los pinchos de los que iban a colgar, se sacaba el papel de estraza y el de periódico, -que no recuerdo si se guardaban en casa o se traían de la propia tienda-, y comenzábamos a hacer los cucuruchos, tarea en la que me dejaban participar y que era una fiesta, porque me codeaba con chicos mayores, que me gastaban bromas y se reían conmigo, haciendo, para colmo, algo importante, que aportaba al trabajo familiar: Alguien responsable y "mayor".
Había tres tamaños de cucuruchos: pequeño, mediano y grande: Para el cuarto y mitad de las gambas y chirlas que las amas de casa pedían para la paella; para el kilo o el medio kilo de salmonetes o boquerones, o calamares, cangrejos de río y de mar, pescado menudo para la cena diaria o aperitivo barato para los domingos humildes, pero también percebes, almejas, angulas, cigalas y otros mariscos para el aperitivo no tan humilde del domingo en casa de otras familias, que también compraban en la pescadería porque Madrid entonces era muy pequeño, y el barrio del Retiro lindaba con el puente de Vallecas y las calles de Toledo, Atocha o Mayor, compartían mercados y tenderos ¡gracias a Dios!, habría dicho mi madre, con Lavapiés o el Rastro.
Y había también otras mañanas, cuando íbamos mi padre, mi hermano y yo al ¡Viva Madrid!, un bar regentado por un matrimonio amigo, cuando amigo era sinónimo de cliente (ella se llamaba Luisa y era gorda; los dos eran gordos), y mi padre nos pedía una ración de gambas a la plancha para cada uno. Mamá siempre tenía una excusa a punto para quedarse en casa, y cuando volvíamos, después de mirarnos en los espejos del callejón del gato y ahítos de gambas, cáscaras, serrín, mostradores de zinc, gritos de Oído, empujones y sol, mucho sol, nos caía la bronca por no tener hambre, después de estar toda la mañana cocinando (ella) la p... paella, que yo odiaba y ella adoraba. En todas las familias hay rituales.
Recuerdo también las tediosas tardes volviendo de la sierra, casi todos los domingos de mi vida juvenil, invierno o verano, con la radio puesta en el Carrusel Deportivo, mientras la interminable fila de coches en caravana permanecía quieta, sin poder escapar de la tortura de los coñacs de la casa Osborne o Domeq, y los anises no recuerdo de quién. Aunque algunas felices tardes de invierno mi padre se plantaba y se negaba a coger el coche, y entonces me unía a la pandilla de primas que vivíamos en la misma calle y salíamos a pasear capitaneadas por la mayor, Loli, hasta que, muertas de frío, íbamos a su casa a preparar chocolate caliente, que tenía su propio tempo: comprar los bollos, partir las onzas, hacer las virutas, reducirlas a polvo, calentar la leche, mover el chocolate, esperar a que se enfriara... Así se nos pasaba la tarde, riéndonos de cómo nos quemábamos la lengua y pensando cómo hacer sitio a la cena para esquivar la bronca segura.
Pero lo que más recuerdo son mis domingos de la universidad: Yo trabajaba en un banco para pagarme la matrícula y los libros, pero ahí se acababa mi vínculo con el banco, y ahí comenzaba mi crack con una parte de mi familia y, sobre todo, con mi barrio y mi calle: trabajar en un banco era el summum del éxito, un logro personal inalcanzable para muchos, y, por tanto, era ofensivo que yo menospreciase mi hazaña. Y a Gloria le ocurría lo que a mí: Gloria -Yoyi, hasta que crecimos- era mi vecina de rellano, la niña casi de mi edad -sólo algo mayor- que también trabajaba en una Caja de Ahorros para pagarse la carrera. Y ¡oh, casualidad! nos habíamos encontrado en la misma facultad, en el nocturno, las dos. Así que luchábamos contra lo mismo, nos sentíamos camaradas, nos cubríamos cuando llegábamos a diferente hora a casa (se habrá quedado en la biblioteca; no, hoy no teníamos las mismas asignaturas; mi profe de... hoy no ha ido y por eso llego yo antes...).
Y mi vecina, Gloria, que tenía su cuarto pared con pared con el mío, todos los domingos a las doce en punto ponía Mediterráneo en el tocadiscos.
Muchos años después, cuando nos reencontramos por casualidad en el metro y reanudamos la relación, le recordé aquellas mañanas de domingo con la música de Serrat haciendo de toque de diana en mi cuarto de Salitre, y le confesé que era el momento feliz del domingo. Era un despertar con el sol del balcón en mi cara, tan cansada -o tan joven- que sólo me despertaba aquella música a través de la pared: Ni el sol, ni los ruidos de la casa, ni los de la calle que se colaban por el balcón cerrado; sólo Mediterráneo me despertaba, a las doce en punto, aquellos preciosos domingos de mis veintipocos años.
La he telefoneado la semana pasada, con este lío del coronavirus. Están todos bien.
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