¿Pero estamos todos locos?
Hace algún tiempo, cuando todavía trabajaba, iba en mi coche todas la mañanas hasta la parada del autobús de Moralzarzal, que me dejaba en Moncloa, y desde allí bajaba por Princesa hasta mi trabajo en Ventura Rodríguez.
Un día, encontré una vaca en el camino. El pobre animal se había colado por algún hueco de una de las dos vallas de piedra que acotaban la carretera, y ya no pudo salir. Estaba desorientada, andando de un lado a otro, de un carril a otro, arriba y abajo y dando vueltas. Y los coches, parados a ambos lados, veíamos cómo se le escurrían las pezuñas en el asfalto, a punto más de una vez de romperse una pata, hasta que llegó la guardia civil y salimos del atasco. No sé qué pasó con la vaca, pero su imagen dando vueltas, con la cabeza gacha, vencida, tropezando con el asfalto sin dirección, me saltó a la memoria en aquel momento.
Se borró la imagen de la vaca, y mi memoria pasó, sin solución de continuidad, al recuerdo de mi perro Piano andando por el salón de casa; oí las uñas de sus patas haciendo clas, clas, en el suelo de baldosa, y le vi, despistado como era, tumbándose en el suelo a mi lado, delante del sofá, con lo duro que era porque no tengo alfombras, moviéndose hasta colocarse las patas en una postura cómoda.
Y pasó esa imagen también, y me quedé asombrada porque lo siguiente que visualicé fue un perro, otro perro, blanco, de raza indefinida, sentado en una silla de mi comedor, delante de la mesa, con las patas delanteras apoyadas en la mesa, un cuchillo en una y un tenedor en la otra y una servilleta anudada al cuello. Sí, fue una imagen que ni me asustó, ni me sorprendió, ni siquiera me pareció extraña. Simplemente, creí estar viendo el futuro.
Porque todas estas imágenes se me fueron pasando por la imaginación mientras hablaba con la empleada de un refugio de la Administración para animales abandonados, que me estaba negando la adopción de un perro, ahora que desgraciadamente ya no teníamos mascota, porque no iba a entrar en casa. Pues naturalmente que no. No es su sitio.
El sitio de un animal no es una vivienda. Intenté explicarle que tengo mil metros de jardín; que mis perros -he tenido dos y un gato- han sido muy felices en su jardín, cavando sus hoyos donde se tumbaban frescos en verano y calentitos en invierno, con su caseta en la terraza, bien abrigada y resguardada de lluvia y nieve, como son las terrazas; que, naturalmente, cuando iban siendo viejecitos dormían dentro de casa en invierno, y que en verano, con todas las puertas abiertas, entraban y salían cuando querían, si bien es cierto que siempre iban adonde íbamos sus dueños, y sus dueños en verano no pisábamos la casa más que para dormir.
Pero no era suficiente para sus criterios de cómo debe tratarse a una mascota. Aunque también me aclaró que no eran sus criterios, sino "los criterios de la Comunidad de Madrid". Lávate los oídos para no creer que oyes mal (o yo lo entendí todo al revés): No se trata de que el dueño haga entrar al perro en casa cuando hace frío, por ejemplo, o por cualquier otro motivo, a criterio del dueño. No. Se trata de que el perro -o la mascota que sea, supongo- entre en casa cuando él quiera. Vamos, tratarles como de la familia. Pero no de la familia con un contrato social de mascota, sino de la familia con un contrato social de familiar (hijo, supongo). Es el perro el que tiene que tener acceso a la casa, no el dueño el que ponga las normas.
Así que, yo, que he educado a mi hija diciéndole que las normas las poníamos los padres hasta que ella entendiera lo que era una norma, y que cuando llegara ese momento ya negociaríamos normas nuevas, me encontraba con una señorita que me decía que, en aquel centro institucional, se exigía por normativa que a las mascotas se las tratara como si fueran personas. Hemos pasado de sacrificar a los perros y gatos callejeros que llegaban a los refugios de la Comunidad de Madrid, a considerar a los animales personas. Y no lo son. Y no es bueno para ellos.
Los perros, si estoy bien informada, vienen, según las razas, unos de los chacales y otros de los lobos. En ambos casos son animales de manada: Lo tienen en sus genes. Su inteligencia da para ser fieles, querer a sus dueños, dejarse educar, ser una compañía perfecta; pero también para saber que tienen que tener un jefe, y, cuando no lo tienen, no son felices porque les falta una guía; digamos que sin jefe no conocen su lugar en el mundo. Como los niños, vamos. Y yo no soy partidaria, en absoluto, de dejar que los niños hagan lo que quieran: Si se les deja buscar sin apoyo sus propias normas mientras son pequeños, el mundo es demasiado grande y se agobian; si se les ponen reglas -es decir, límites-, ya pueden controlar ese mundo dentro de esos límites, no se sienten perdidos.
Así que creo que los perros tienen que tener un dueño que ejerza de dueño, es decir, de jefe. También creo que son más felices en un jardín que dentro de una vivienda. Me hubiera gustado que mi interlocutora al teléfono me hubiera dicho qué pauta hubiera seguido ella cuando en mi casa trabajábamos la pareja y mi hija iba al colegio: ¿El perro debía quedarse encerrado en una habitación, por ejemplo un baño, desde las siete de la mañana a las cinco y media de la tarde, o mejor se quedaba en el jardín todo ese tiempo? Ah, es que en invierno hace frío, y, además, si hubiera sido un niño, desde luego no se hubiera quedado en el jardín. Pero, claro, cuando mi hija no iba todavía al colegio, teníamos una cuidadora. ¿Al perro debíamos haberlo dejado en casa con una cuidadora? No sé, pero no me parece descabellado que dentro de unos años nos exijan, para adoptar a un perro abandonado, que le enseñemos las reglas de la mesa y le sentemos a comer con el resto de la familia.
Pero lo surrealista de esta historia es que no es la primera vez que me pasa. Cuando murió mi primer perro, Pinky, !hace diez años!, la primera protectora con la que contactamos para adoptar otro también nos negó cualquier adopción -ninguna adopción- por el mismo motivo: El perro no iba a vivir dentro de la casa. Eso sí, nos dieron las gracias por "avisar" de cómo lo íbamos a tratar, sin ocultar nuestras intenciones.
¿Estamos todos locos?
Comentarios
Publicar un comentario