Vuelvo a ser yo!

        La semana pasada -el viernes, para ser exactos- tenía una cita para renovarme el carnet de identidad. Lo tenía caducado desde febrero, pero con el rollo del covid 19 tenía una maleta de cosas retrasadas: el dentista, el DNI, un cambio de cuenta en el banco, el veterinario (del perro, claro)...

        Así que, en cuanto me vacunaron y pasaron los quince días de rigor, empecé a agobiarme con los recaditos, papeleos y otras gaitas que había ido dejando "por responsabilidad" (?) 

        El caso es que fui a Madrid a renovarme el carnet, un viernes 14. Por pelos, eh?, el trece. Pero dio igual. Porque, cuando llegué a a la cita, me encontré con que la foto de carnet que llevaba no me valía. Era antigua, dijeron. Como si a nuestra edad lo único que cambia no fuera el tono del pelo: Del castaño al gris o al rubio, del gris al blanco o al rubio otra vez. Pero no. Me mandaron a hacerme una foto nueva, y, como eran las dos de la tarde, todo estaba cerrado. Así que, como siempre hago, dejé atrás un fotomatón que no vi (a pesar de las instrucciones del policía que me atendió, que me lo dejó a huevo) y me fui al más lejano. Por supuesto, cuando volví a la comisaría con mi foto, y gracias a los cinco minutos que había perdido en ir a otro fotomatón más lejos que el primero, habían cerrado. 

        Menos mal que había quedado a comer con mi amiga Mari Jesu. Yo estaba vacunada, ella había pasado el covid, y Ayuso decía que nos merecíamos tomar cervecitas después de trabajar como enanos durante todo el día. Con que quedamos en la terraza de enfrente de nuestro antiguo centro de trabajo, Vallecas City, y allí aparecí a las tres de la tarde, y la vi, más interesante que cuando trabajábamos juntas. No sé por qué la moda, o vete tú a saber quién, no considera bella a la gente de cierta edad; a mi amiga le sienta bien el pelo blanco, le sienta bien la cara de paz y felicidad que le ha dado el tiempo, le sienta bien una filosofía de la vida que basó en el compañerismo, no hablar mal de nadie y apoyar a su familia en lo que estuvo en su mano. He comprobado muchas veces que la bondad, o el mal café, salen a la cara con el tiempo y la embellecen o la entontecen, y que gente fea a los veinte es dulce a los cuarenta y realmente bella a los sesenta. En fin, cosas mías.

        Me presenté en la terracita, donde creo que éramos cinco, y me senté a su lado y al lado de un chico que me presentó como psicólogo, aunque no recuerdo si en el centro de trabajo ejercía de psicólogo o de fisio. Pero psicólogo sí que demostró ser, porque me dejó hablar, me tiró de la lengua cuando yo callaba y consiguió que no parara en las dos horas que pasé con ellos.

     ¿Yo? Encantada, claro. Por fin encontraba un foro donde podía largar sin que nadie me interrumpiera, sin que nadie dijera eso de "Ya lo has contado", "Nos lo sabemos", "Otra vez"..., lo que sucede cuando no tienes interlocutores nuevos porque llevas encerrada un año y más. Así que todo fue perfecto, y volví a casa feliz: Por fin había conseguido mover la sinhueso, como la llamaba mi profesor de Ciencias Naturales, Don Servando.

        A la semana siguiente tuve que volver, claro. Con otra cita. Y allá me presenté, y esta vez sí, renové el carnet con la infame foto que me había hecho en el fotomatón, y salí a la calle a las dos de la tarde con todo el día por delante para pasear por Madrid. Así que me puse a pensar cómo y cuándo volver a casa, sin prisas: Coger el metro, ir a Sol, ver gente un ratito, comprar un regalo para mi sobrina, picar algo y metro a Moncloa, sin prisas.

          Esa era la idea. Luego, la realidad se hizo su propio hueco en el esquema, aunque, más que un hueco, fue un cráter (por lo inmenso, vamos); porque cuando cogí el metro, en lugar de ir hacia Sol como planeaba, mis lindos piececitos me llevaron al sentido contrario, y aparecí en Plaza de Castilla. 

        Sin problemas, aquí hay buses a mi pueblo: Como algo, que son las dos y media, haciendo tiempo, y cojo el bus. Bien. Me siento en una terraza con una caña y un pincho de cualquier cosa, saco mi novela y, cuando me canso de leer, voy a buscar el bus a casita. Que tiene su próxima parada dentro de 53 minutos. O sea, acaba de salir. Bien. Otra cervecita en otra terraza con otro algo, esta vez poco contundente, que ya no hay mucho sitio para más chicha, y bus a casa. 

        Tampoco está mal este plan, del bus a casa tengo veinte minutos de paseo entre árboles. Bueno. Llega el bus, cojo el bus, me deja el bus en la puerta de la urba, y me entran unas ganas insoportables de hacer pis. No podía ser menos, es mi sino: Todo al revés. Así que me rindo, llamo a Salva para que me recoja en el coche, llego a casa seca por pelos, y, de repente, me doy cuenta de que he vuelto a ser yo. Se acabó la pandemia, se acabó el aislamiento, se acabó el control, se acabó lo que no se acababa nunca: Vuelvo a ser la despistada, la locuaz, la improvisadora, la loca de siempre. Por fin!

        Adiós, pandemia: Vuelve la Vida.

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