Libros...

         No sé muy bien cómo empezar esta entrada, porque tengo demasiadas ideas en la cabeza, como casi siempre cuando me siento a escribir. Porque espero y espero, hasta que el sentimiento de culpa me pone frente al ordenador. Y no es porque tenga obligación de llenar la pantalla con estas patitas de mosca llamadas letras, sino porque se me quedó grabada para siempre una frase que mi padre me repitió hasta la saciedad a lo largo de su vida: Lo que se empieza, se termina. Y ahora, como me lo planteé sine die, cuando pasan las semanas y no me pongo enfrente de la máquina, oigo la vocecita:  "Lo que se empieza, se termina", y me doy cuenta de que los "conceptos pequeñoburgueses", que dirían mis amigos Althusser o Lacan, de obligación, utilidad, compromiso, todavía me pesan, y me pesan mucho. 

        Pero le saco una rentabilidad a estas letras, cuando ya las he juntado (juntar las letras, qué manera más bonita de decir escribir), y es la de librarme de algún que otro pensamiento que quiere volar solo, quizás para hacerme a mí más comprensible a los ojos de los demás y a los míos propios, quizás simplemente porque son importantes, y ya han esperado demasiado tiempo a que los libere.

        El caso, como dice mi hija: Ya sólo me interesa hablar de libros. De los que he leído, de los que no he leído, de los que tengo en las estanterías sin leer, de los que leí por casualidad, de cómo los encontré y de cómo los perdí otras veces. Y en esta tesitura estoy, pero no sé por dónde empezar: si por mis recuerdos de la cuesta de Moyano; si por mis lecturas juveniles, ésas tan gamberras a veces, tan idealistas otras y tan absorbentes siempre, o si por los héroes y heroínas de entonces, que me han seguido guiando mucho, mucho tiempo.

        Porque cuando salí del aparcamiento de la estación de Atocha camino del paseo de coches del Retiro y subí aquella cuesta de casetas grises que para mí siempre estuvo llena de tesoros, me asaltaron docenas de recuerdos de hace tiempo, cuando vivía en Lavapiés e iba un par de veces al año, quizás tres, con mi bolsa de deportes llena de libros, a venderlos al peso a sus casetas. Y vendí muchos, muchísimos: La única manera de poder comprar más era hacer sitio en las estanterías de casa, que eran pocas, vendiendo los que ya había. Pero no era un recuerdo amargo como podría parecer, el lugar donde me desprendía de unos seres queridos, porque con lo poco que me pagaban -siempre me convencían de que no los iban a poder vender, y yo nunca he sabido regatear- me compraba algún otro en el mismo puesto donde me acababan de timar. Pero eso no importaba: Yo volvía a casa con nuevo material para quemarme las pestañas, y tan contenta.

        Tan contenta como aquel domingo por la mañana que, bajando del Retiro toda la familia, mi padre decidió regalarme un libro, y quiso que lo eligiera yo. Debió de pensar que iba a escoger algún tebeo o algún libro infantil, como correpondía a una niña de diez años -si no recuerdo mal-, pero se estrelló contra la dura realidad. Porque yo, pensando que nunca más iba a tener tanta suerte y que más me valía escoger un libro bien gordo para que me durara un poquito, vi dos tomazos de Guerra y Paz y me arranqué a pedir aquello, y a convencer a mi padre de que era una novela estupenda que seguro, seguro, íbamos a tener que estudiar en el colegio algún día... y coló. Así que allá me subí toda la cuesta de Atocha con dos mamotretos que pesaban lo que nadie sabe, pero no me atreví a pedir que me ayudaran por si pensaban que me estaba arrepintiendo. Y no me arrepentí. Aquellos dos tomos me duraron años de lecturas y relecturas, hasta casi aprenderme de memoria la filosofía de Tolstoi sobre el pueblo ruso y Napoleón, su desprecio por los militares y la nobleza rusa, sus ideales religiosos, el personaje de Natacha, mi heroína...     

        Pero la cuesta de Moyano no era sólo el lugar donde me hacía un hueco en las estanterías de mi casa para volverlo a llenar; era también un templo de sabiduría, porque alguno de sus libreros era una auténtica rara avis del saber editorial y libresco, que, de vez en cuando, pegaba la hebra con algún comprador curioso y preguntón, como yo, y te daba un baño gratuito de saberes muy fuera del alcance del lector común. Y eso con una inocente pregunta como, por ejemplo, ¿Tiene usted Adiós, muñeca, de Raymond Chandler? Pues no, no lo tenía, pero te enterabas de que ni en un millón de años lo iba a tener porque había una disputa editorial por los derechos de traducción del creador de Philip Marlowe, que por entonces, todo hay que decirlo, no era muy conocido por estos pagos. Otro día preguntabas ¿Tiene vd. algo de León Felipe? Y te contaba que sí, que tenía, y que tú tenías mucha suerte por preguntar antes de que se agotara, porque la nueva manera de censura que había encontrado la democracia era hacer tiradas muy cortas de los autores y las obras "malditos", para que se leyeran poco o nada. Y si tu interés era la novela rusa, el mismo librero -porque era el mismo librero, el de la segunda caseta (¿o era la tercera?) empezando por arriba- te informaba de que casi no valía la pena leer novela rusa todavía, porque no se traducía desde el ruso sino desde el francés, y perdía mucho. 

           De todo eso me acordé mientras subía con mi hija a paso de abuela por el paseo, pero no se lo pude contar porque eso de subir cuestas y hablar a la vez, a estos años de mi vida como que se me da mal. Ya se lo leerá. En este blog se queda. 





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