Otro Día del Libro

         El veintitrés de abril de cada año se celebra el Día del Libro. No sé por qué, pero me cuesta recordar que fue el día que murió Cervantes: Prefiero pensar que fue el día en que nació, y tengo que hacer un esfuerzo para reconocer la realidad tal y como es. Porque, tratándose de Cervantes, me gustaría creer que celebramos el día de su nacimiento, y que, en este caso, aunque sólo fuera en este caso, no somos un país de necrófilos, donde se tiene por cierto el dicho de que nadie es profeta en su tierra, al menos hasta que es un querido, recordado, inolvidable difunto.

        Pero no. Los aniversarios y centenarios de todo tipo de personas de interés se rigen por la fecha de su muerte. Incluso llegaría a pensar que el milenario de la lengua castellana, o el bimilenario de la muralla de Astorga, por poner algún ejemplo, se celebran en la fecha -aproximada, claro- de su origen porque todavía siguen vivitas y coleando ambas dos; si no, ya veríamos. Y sí, es cierto que en algún caso se ha conmemorado el centenario del nacimiento de alguien, pero me temo que ha sido para que los políticos pudieran celebrar un evento literario, teatral, pictórico... y poder dárselas de cultos. Y acto seguido se olvida.

        Pero Cervantes me trae muchos recuerdos. Primero, mi hija hizo un trabajo sobre él cuando estaba en primaria y, para que le enganchara el tema, en lugar de hablarle de literatura me documenté un poco y le conté algunas historias de cuando era soldado en Lepanto y prisionero en Argel. A los niños puede que no les interese mucho la literatura, pero les encantan los héroes, y Cervantes tenía mucho de eso.

     Luego llegó la Semana de Cervantes que hicimos en el Ateneo de Madrid en uno de esos aniversarios de los que hablo más arriba, y algunos nos quedamos más de una tarde después de aquel evento escuchando embobados las anécdotas del presidente de la Sociedad Cervantina, historias ciertamente merecedoras de ser contadas a más gente que al puñado de jovencitos entusiastas que nos reuníamos para oírle. Y como el Quijote fue un libro iconoclasta y desmitificador, esta parte de su leyenda creo que hace honor a la intención de su autor. Porque, ¿Quién se puede resistir a una buena carcajada si le cuentan que los sesudos investigadores que buscaban la tumba de Cervantes (todo el mundo sabe que fue enterrado en el convento de las Trinitarias de Madrid, pero dicho convento se derribó durante la amortización de Mendizábal y la tumba se perdió) contrataron a una vidente, y cuando la vidente les confesó que oía ruido de motores levantaron el suelo de un garaje construido en una parte del solar del antiguo convento? ¿ Y la historia de la venta en la que, supuestamente, Cervantes escribió el Quijote entre viaje y viaje recaudando impuestos por la Mancha? Porque los dueños de la posada, hotelito, venta o como se le quisiera llamar en los años sesenta y setenta, cuando se hartaron de que les preguntaran los turistas "En qué mesa había escrito Cervantes el Quijote", decidieron escoger una, y cada pocos años compraban una nueva porque la fauna visitante se la iba llevando, astillita a astillita, para tener un recuerdo. La mesa en la que Cervantes escribió el Quijote en aquella venta debe de tener tantos kilómetros como la Vera Cruz, o casi. 

        Y luego está mi madre. Cuando mi madre y yo hablábamos sin discutir -no muy a menudo, como saben los que me conocen- y hablábamos de libros, me contaba que a ella le encantaban El caballero de Lagardere y El judío errante, las únicas dos novelas que había en su casa y que, a juzgar por el amor con el que hablaba de ellas, debió de leer hasta aprenderlas de memoria. Así que, en una de esas tardes de confesiones literarias, me animé a recomendarle El Quijote. Y siempre tendré su imagen en mi recuerdo, leyendo el Quijote debajo de la ventana de nuestro cuarto de estar y riéndose sola, cerrando el libro para reírse más a gusto y siguiendo leyendo después, hasta que empezaba a oscurecer y dejaba la devoción, como se decía en mi casa, para dedicarse a la obligación, preparar la cena. No le duró nada: Se lo zampó en dos patadas, como me zampaba yo los míos, y, aunque no recuerdo que nunca me dijera que le había gustado, tengo que agradecer a Cervantes que pusiera su granito de arena para aquel encuentro con mi madre.




Comentarios

Entradas populares de este blog

Una vida larga y feliz

Dios está con nosotros

El que tiene un pueblo tiene un tesoro

Es la brecha digital, ¿estúpida?

El 8 de marzo y Cervantes

Qué asco, otra vez jamón!

Lo que nos define

A dónde va Europa

Cuando somos malas, somos malísimas

Algo más que flores