¿Quién dijo viejo?

           Hace algunas semanas tuve una conversación con un amigo sobre qué es ser viejo. Estábamos tranquilamente en el jardín de casa, debajo de un precioso castaño de indias, y sacó el tema. Me dio la impresión de que llevaba un tiempo dándole vueltas -acababa de jubilarse- y sus neuronas ya estaban un poco hartas de debatir solamente entre ellas, así que lo sacó a pasear y allí quedó, sobre la mesa del jardín, dispuesto a que lo vapuleáramos antes de volver a encerrarse al otro lado de su calva.

            El caso es que él mantenía que se era viejo a los sesenta y cinco porque era una edad razonable para sentirse "mayor", y yo, como se esperaba de mí, (porque es un amigo con el que no coincido jamás de los jamases en nada excepto honrosas excepciones, que no era el caso), no estuve de acuerdo. Pero entonces me tocó pensar, deprisa y corriendo, qué era ser viejo para mí.

        No es lo que lo tuviera difícil; había trabajado en la Dirección General del Mayor de la Comunidad de Madrid muchos años, y estaba al tanto de cómo eran los (ancianos, mayores, jubilados, viejos, abuelos ?), en general: Los mayores de ochenta años en la capital y alrededores sufrían una media de dos y pico enfermedades crónicas, muchas no invalidantes; los mayores de sesenta y cinco, sobre todo si habían tenía un tallercito o una empresita, se resistían como jabatos ante la idea de no ser útiles; y la mayoría, sobre todo las mujeres, eran el gran apoyo de sus hijas trabajadoras: Para que ellas trabajaran, las abuelas cocinaban, limpiaban, atendían la casa, mientras los abuelos iban a por los niños al colegio, les llevaban al parque, hacían los recados, a veces en viviendas diferentes: He conocido muchos hogares en los que los nietos estaban empadronados con los abuelos para estar en el distrito del colegio deseado, y muchos niños que comían en casa de los abuelos para que los padres pudieran trabajar tranquilos.

        Así que lo de ser viejo a los sesenta y cinco me pillaba muy lejos de mi realidad. Pero se me planteaba un dilema: Cuándo pensaba yo que sería vieja? Y la clave me la dieron los informes de la Comunidad de Madrid que manejé tantos años. Así que decidí que, para mí, una persona sería vieja si, después de alguna edad "razonable" (por ejemplo, los sesenta y cinco de mi amigo), acumulaba dos o más enfermedades crónicas, o, a niveles prácticos y mensurables, dos o más pastillas diarias. Y entonces, ¡horror! me di cuenta: Ya cumplo ese estándar; ya tomo dos pastillas, aunque no son diarias: Una es para el colesterol, ésa sí, diaria (malditos médicos, cada vez ponen más difícil cumplir los estándares de salud: el colesterol, sin ir más lejos, lo han bajado de 250 a 200 unidades para estar sano...). La otra es la vitamina D, la que los mayores llaman "la del calcio". Pero de las tres "chicas de oro" de los mayores, que son "la del calcio", "la del riego" y "la del azúcar" , sólo tengo una (de momento), y se toma una vez al mes. 

         Así que aún puedo defenderme: En realidad, no hay dos pastillas. Son una y una propina. Me niego a ser vieja!

Comentarios

Entradas populares de este blog

Una vida larga y feliz

Dios está con nosotros

El que tiene un pueblo tiene un tesoro

Es la brecha digital, ¿estúpida?

El 8 de marzo y Cervantes

Qué asco, otra vez jamón!

A dónde va Europa

Cuando somos malas, somos malísimas

Lo que nos define

Algo más que flores