Mediterráneo, Serrat y algunos recuerdos
Mi vecina era una preciosa niña rubia, algo mayor que yo, pero poco, que vivía en el segundo izquierda cuando yo vivía en el segundo derecha de la calle de Salitre, en Lavapiés. No éramos parecidas en absoluto, pero tuvimos vidas paralelas, o casi: Las dos fuimos a muy buenos colegios, ella con beca, yo no (me la pedía el colegio todos los años, pero me la denegaban siempre porque mi padre tenía "un negocio"); las dos empezamos a trabajar muy jóvenes en la banca, ella en la Caja de Ahorros, yo en el Banco de Bilbao. Las dos estudiamos la carrera de Políticas en el nocturno (y nuestras madres intentaban controlarnos viendo a qué hora llegaba a casa "la otra" cuando la una llegaba más tarde de lo normal).
Las dos nos encontramos, casualidad de las casualidades, en el metro, un tórrido día de agosto, al cabo de los años. Y nos dimos los teléfonos. Y fuimos la una a casa de la otra. Y, para seguir con las vidas paralelas, descubrimos que nuestros maridos habían sido compañeros de colegio en el barrio de Salamanca. Así que pasamos ratos muy agradables hablando del pasado y poniendo a nuestros respectivos al tanto de nuestra vida infantil y adolescente. Cosas como cuando se asomaba ella a la ventana para hacer pompas de jabón, o cuando mis tíos -dos jovencitos que vivían entonces en mi casa- le ponían caritas por la ventana para hacerla reír, o cuando sus padres me hacían pasar a su casa a ver el belén que habían montado, que cada año tenía alguna figurita más; pero lo que a mí realmente me encantaba de aquel belén no eran las figuritas nuevas, sino el papel de plata que hacía de agua del río, con puente y lavanderas y todo, que cada año estaba allí, igual que las ovejitas con su pastor y los tres Reyes Magos con su estrella-guía.
Y el recuerdo más imborrable de todos: Mediterráneo, de Serrat. Porque todos los domingos durante años, cuando ya éramos más que adolescentes, me despertaba, justo a las doce de la mañana, aquella canción a través de la pared. Y fue un precioso despertar de domingo durante algunos años, creo que hasta que una de las dos se independizó, aunque no recuerdo cuál lo hizo primero.
Y precisamente ayer en televisión se retransmitió -grabado, eso sí- el concierto de Serrat del 23 de diciembre. Y precisamente, después de Mediterráneo, Serrat cantó Aquellas pequeñas cosas, canción que habla de los recuerdos, esos recuerdos pequeñitos que nos devuelven a nuestro pasado, y, antes que nada, a nuestra infancia. Y me puse triste. No porque la infancia no vuelva ¡doy gracias por ello!, sino porque mis bonitos recuerdos se frustraron un día, por hablar de política. Por comentar mis preferencias políticas, esas ideas políticas a las que todo el mundo tiene derecho -todos tenemos el derecho, y yo diría que el deber, de pensar-, y el pensar tiene como resultado que tienes ideas. Pero cuando lo hice, él torció el gesto, yo no claudiqué en mis comentarios y lo que quedó de visita se resolvió en media hora. Llamé a Yoyi otro par de navidades para desearle felices fiestas, hablamos muy contentas y naturales, como si no hubiera pasado nada, pero ya no nos volvimos a ver.
Me cansa mucho esa gente -y quiero pensar que no fue ella, porque era mi amiga- que se ofende cuando oye opiniones que no son las suyas, como si tuvieran derecho a dar el placet a lo que pensamos los demás; que te borran de su agenda, o no te saludan, literalmente, cuando piensas diferente y lo dices; que está convencida de que son los demás los que tienen que pedir disculpas, o ser prudentes y cambiar de conversación, o callarse, cuando chocan pensamientos o convicciones diferentes. Porque se llama conversar, o debatir; no hay enemigos, hay discrepancias; se pone pasión, no se ofende. Pero ésa es mi manera de pensar y actuar, y parece que no está muy extendida en según qué pagos.
La soberbia fue el primer pecado, y, claro, los que piensan que hay que pedirles permiso para opinar no se conformarían con menos. Tiene que ser el primero, como ellos.
Pues sí, desgraciadamente cada vez es más frecuente que la discrepancia política se convierta en una causa de distanciamiento entre amigos, conocidos e incluso familia. Ya no hay debate o discrepancias políticas (tan enriquecedoras por otra parte). Ahora el que discrepa de tus ideas políticas automáticamente se convierte en tu enemigo. ¡¡Una lástima!! Yo tampoco soporto a esa gente que siempre cree que tiene la verdad absoluta y que considera que su verdad es la única buena y, además, no escucha otras opiniones u otras formas diferentes de pensar. Desde mi punto de vista es gente pobre de mente y de espíritu.
ResponderEliminarPor cierto, de Serrat me quedo con “Cantares”, “La Saeta” o “Fiesta”, mucho más alegre y divertida.