Domingos de lluvia, tardes de chocolate

         Hace algunas horas que llueve. Hace algunos días que llueve, en realidad, aunque es algo llevadero: Llueve por la mañana, hasta las dos de la tarde más o menos, y llueve por la noche, lo que me deja tiempo para dar mi paseo vespertino con mi perro a una temperatura muy agradable, porque ya se sabe que, cuando llueve, no hace frío. Así que, hasta hoy, todo era perfecto, porque realmente hace falta que llueva.

         Pero hoy ha sido diferente. Porque hoy, cuando he salido a dar mi paseo con Niche (se llama Niche porque mi hija, cuando lo vio, decidió que tenía cara de filósofo alemán enfadado) había una llovizna desagradable, de las que te calan y pillas una buena gripe. Así que vuelta a casa, a una tarde oscura, porque acaban de cambiar la hora, y un nada que hacer porq1ue nos han roto la rutina. Y entonces me he acordado de otras tardes iguales en Lavapiés, cuando era jovencita. Porque entonces llovía más, y no había netflix, ni móviles, ni instagram, y como las únicas diversiones eran el cine, las cafeterías y las discos, el panorama era relativamente desolador, porque, exceptuando el cine, las otras opciones eran o imposibles o aburridísimas, no es necesario que diga cuál era cuál.

        Y entonces apareció Loli. Loli era la prima mayor del pueblo, aquel pueblo mítico al que íbamos algunos días en verano, y que nuestros padres nunca olvidaban para seguir con sus normas: No se sale con extraños, sólo con gente de la familia; no se tienen amigos si no son de familia conocida; no se juega en la calle, no se habla con extraños, ... me falta la tercera pata del banco, que mi número favorito es el tres, pero seguro que ha habido muchos más noes así, genéricos, de los que no te dejan respirar en última instancia.

        Así que apareció Loli, y con ella una diversión para esos domingos plomizos y sin aliciente: El chocolate. Porque mi prima Loli, mayor que todas demás primas de la pandilla, encontró la solución para aquellos domingos interminables: Hacer chocolate. Porque tiene su aquél: Hay que comprar las tabletas; una vez compradas, nos poníamos todas las chicas -éramos todas primas-, cada una con su cuchillo de cocina, a sacar virutas de aquellas tabletas duras, durísimas, y gruesas, muy gruesas; una vez hecho virutas, se ponía en un cazo con leche y se llevaba a ebullición; entonces había que remover hasta dejarte el brazo allí, porque en un buen rato ya no servía para nada, deshaciendo los grumos y haciendo una masa uniforme. Y, por fin, llegaba la hora de tomar la taza, que más bien era un enorme tazón, con un rico suizo. 

           Entre pitos y flautas, o entre col y col, o como cada uno quiera, la tarde se había pasado: Había que comprar el chocolate en alguna tienda de ultramarinos abierta, cosa difícil en domingo; después, había que comprar los suizos en la pastelería; después llegaba el chocolate: Lo último era merendar. Y cuando llegaba la merienda ya se había pasado la tarde entre risas, paseos y confidencias adolescentes.

            Recuerdo aquellas tardes de domingo tan ingenuas, -blancas, se diría ahora- con un cariño especial. Y a mi prima, con una iniciativa y una bondad que no sé si se ha sabido reconocer suficientemente. Pero doy fe de que siempre ha elegido pensar bien y que siempre ha procurado ayudar a todo el mundo sin que se note, como cuando nos alegró a sus primas pequeñas las interminables tardes de domingo con una tontería que funcionó maravillosamente los inviernos grises y vacíos de nuestro Madrid adolescente. 








           

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