Otra vez Navidad

        Ahora que se acerca la navidad, recuerdo otras fiestas y tengo sentimientos contradictorios, quizás porque mi hija me ha pedido que recuerde mi infancia y juventud, no sé si para entenderme mejor o porque, como soy vieja, le doy acceso a un mundo desconocido que no puede compartir con sus amigas, de padres mucho más jóvenes que yo. 

        Porque en la España que nos ha tocado vivir, y en esta época, diez años de diferencia entre los padres de sus amigas y nosotros es mucha diferencia: De la noche al día, como se suele decir, o, para entendernos, de vivir (su padre y yo) los años sesenta con diez años -partícipes del cambio de país aislado (pobre) a país turístico (rico) -, a vivir los años setenta con diez años, como los padres de sus amigas, que vivieron la transición en el colegio. Mi hija se dio cuenta de la diferencia un día que el profesor de Historia en el instituto preguntó si alguien sabía quiénes eran "los grises" y sólo ella lo supo. Su madre era la única madre que sabía de primera mano quiénes eran y por qué se cambió el uniforme del gris al marrón (caca, si me permitís la "broma") con la democracia. Abismo generacional en sólo diez años. Hemos sido rápidos, aun dejándonos algo por el camino. 

        Bien dejado estuvo, aunque ahora haya que recuperarlo.

        El caso es que mis navidades fueron raras, raras, aunque supongo que para todo el mundo mundial sus navidades habrán sido raras, raras, por una razón u otra. Mi rareza era que, como mi padre era pescadero, el día de nochebuena -y el día de nochevieja- llegaba a las ocho de la noche a casa, cansadísimo y sucio, y le costaba un tremendo esfuerzo arreglarse y pasar la noche con todos, haciendo fiesta cuando lo que realmente quería -es un suponer- era dormir. Pero hacía las angulas (él hacía las angulas y yo hice las almejas a la marinera cuando fui algo talludita), cenábamos, y a una hora prudente -siempre antes de la misa del gallo-, iniciábamos las "estaciones" a casa de los primos y hermanos, si ellos no se nos adelantaban y aparecían antes que nosotros. 

        Porque en aquella época Madrid era muy pequeño. Los emigrantes maragatos de la familia San Martín se habían concentrado en Lavapiés y Vallecas, a partes iguales:  Cuando la saga de sobrinos que llegaron a la casa del tío Aurelio para trabajar en Madrid se fueron casando, las hermanas mayores -Jesusa y Leonor- se instalaron en Lavapiés, calle Salitre, entonces llamada Baltasar Bachero (ya contaré este cambio de nombre en otro momento). Y con ambas hermanas se quedaron el resto de la familia, la madre -Felisa- con Leonor, que tenía una casa más pequeña, y los hermanos -Santiago, Encarna y Carmen- en casa de Jesusa. En realidad, yo siempre sospeché que mi abuela Felisa se quedó con mi madre porque era muy inteligente y decidió que debía vigilar a una hija testaruda (¿a quién me pareceré?) y de ideas fijas para que no malograra su matrimonio con tonterías.

        Con el tiempo, tía Encarna se fue a la calle Olivar, en el mismo barrio, y tía Carmen y tío Santiago se instalaron en Vallecas, al lado como quien dice: Tres paradas de metro de la línea 1 y ya estabas en el Puente.

        Así que, retomando el hilo, felicitábamos las navidades a nuestros vecinos del rellano, -que unos días antes nos habían invitado a ver su precioso Belén, mi envidia secreta, porque nosotros teníamos árbol- y comenzábamos la "procesión" en casa de la tía Encarna, la que vívía en la calle Torrecilla del Leal, nombre sugestivo donde los haya; y no pasábamos de ahí, o así lo recuerdo yo, porque en casa de tía Encarna -o de tía Jesusa, cuando íbamos antes a su casa, en nuestra misma calle de Salitre- ya había más parientes y vecinos, nuestra pequeña comunidad. Porque realmente Madrid entonces estaba hecho a nuestra medida: Pequeño, con calles que eran pueblos y vecinos que eran, casi o sin casi, familia.

        Pero no lo recuerdo con nostalgia: El cansancio de mi padre, la tensión de los días previos, pendientes todos en mi casa de los precios, los rumores, la incertidumbre de arriesgarse o no a comprar ¿mucho?, ¿poco?, ¿hay dinero? ¿no lo hay? ¿se lo gastarán en las fiestas? ¿o no?, el aburrimiento de la lotería, mañana fallida para mí, que no me interesa nada el azar. Y luego estuvo lo de bajar a la pescadería de adolescente, a vigilar que las gitanas no intentaran llevarse langostas debajo de las sayas (y vaya si lo intentaron!) o, ya adulta, en los días libres de mis diferentes trabajos, hacer las cuentas de los clientes, sin calculadora "ni cristo que lo fundó", como se dice en mi familia, a puto pelo y pongo un ejemplo: 

        Niña, merluza de 23,850 grs. a 19.750 pts para Pablito, besugo de 1,874 grs para Enrique a ... Suma y sigue, cada uno de un cliente distinto y seis, siete, diez artículos de cada uno con precios nada redondeados después del regateo tradicional. Y todos quieren irse pitando, porque les esperan en el restaurante para ir preparando las comidas (más bien las cenas, pero está en el ADN de todos ser los primeros, también en las tiendas del mercado)

       Pero de las dos, las infantiles y las juveniles, me quedo con mis navidades en la pescadería saltando por encima de las cajas colocadas en la acera y corriendo detrás de las gitanas que se llevaban las langostas debajo de las sayas y haciendo cuentas a pelo con listas más largas que las colas de Doña Manolita me resultan más estimulantes y (recordables no existe, ¿no?) achuchables quizás, (porque no es nostalgia, eran demasiado frenéticas para invocar un sentimiento sosegado) que mis navidades infantiles. 

        Definitivamente, no me gusta mi infancia, nunca me gustó y supongo que nunca me gustará. No es el lugar feliz que quieren vender algunos, ni el origen de todos los males que defienden otros. Es una enfermedad que se cura con el tiempo; para algunos los síntomas han sido maravillosos, y otros, aún hoy, preferimos pasar por ella de puntillas.

        Como dijo el torero, "Hay gente pa tó"

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