Esos papás gallina

       Hace años un amigo que trabajaba en cine me comentó que debería haber una categoría profesional especial que se llamara mamá de artista, porque había muchas mamás que iban con sus hijitas niñas prodigio, como se llamaban entonces, a todas partes, protegiéndolas de todo lo real y todo lo imaginario también. Y se me quedó grabado porque tenía mucha razón, no sé si en el caso de las niñas prodigio, porque sólo entiendo de cine lo que me enseñó él, sino en otra categoría que conozco muy bien: La del papá gallina 

        El papá gallina es una especie muy extendida, creo, entre los padres que tienen hijas. Porque el papá gallina no se da entre los hombres con hijos varones, sólo cuando hay niñas de por medio. Y consiste en que se es irracional con la protección de la vástaga (esto es sólo por incordiar😂), en que la vástaga en seguida está "hasta el pelo" de papá, y en que los demás hermanos, y a veces hasta la madre, se resienten del favoritismo evidente e irrefrenable.

        En el caso de mi hija enseguida tuve consciencia de que su padre pertenecía a esta especie. Porque con dos años ¡dos años, apunten el dato! montó una escandalera cuando le compré ¡yo, su madre, qué clase de madre era? una faldita monísima que, anatema, estaba confeccionada para que a la peque se le vieran las braguitas de perlé o cualquier otra cucada. Eso sí, apoyado por la abuela de la criatura (mi madre, por aclarar las cosas), que no perdía ocasión de criticarme para ver si de esa manera conseguía imponer sus mangoneos varios. Pues hubo que oír los gritos (o mejor no oírlos). Así que me sentí inmediatamente solidaria con la pobre criatura, porque si su padre hacía eso a los dos años, qué porvenir le esperaba cuando fuera una adolescente?

        Porque yo ya me lo sabía por mi propia experiencia. Pero mi caso yo creía que iba más allá. Porque cuando a mi padre le operaron de algo (le operaron de tantas cosas que no recuerdo) en Valladolid, y los médicos "ordenaron" a mi familia "que no fueran todos", como acostumbraban (y nadie hizo ni puñetero caso más que yo, que soy aficionada a cumplir las normas cuando me parecen razonables). aquello fue un desastre. Tan desastre, que me llamó mi tía Pilar, perfecta enfermera que estaba pendiente de su cuñado, para que saliera corriendo, porque mi padre no hablaba, ni abría los ojos, ni quería comer, ni hacía caso a todos los que estaban a su alrededor.

        Y salí corriendo. Y llegué al sanatorio de Valladolid. Y, según llegué, mi padre abrió los ojos, se rió, empezó a gastar bromas a los presentes, dijo que se moría de hambre, y me dejó con un agobio de responsabilidad que he recordado toda mi vida. Tanto lo he recordado, que ahora, cuando a mi hija le ha pasado casi -o sin casi- lo mismo, se me ha instalado en el consciente -y en el inconsciente también, supongo- una sensación de tranquilidad casi definitiva. Porque definitivo no hay nada, y menos en lo tocante a enfermedades. Pero la historia se ha repetido, casi punto por punto:

        Padre en el hospital, en la UCI; hija que llega, por fin, de un viaje que no le quisimos acortar (teniamos muy claro los dos, y muy hablado, que nuestra hija tendría su vida a pesar de padres enfermos y otras tonterías de las que los dos teníamos sobrada experiencia); padre que ve a la niña y casi inmediatamente comienza a mejorar "más deprisa de lo esperable", habla, reconoce personas y caras, interacciona -poco, pero mejor que nada-...

        Papá gallina. Menos mal. 

        Pero pobrecita. No sabe lo que le espera. 











Comentarios

  1. Pues me alegro un montón de que volviera.
    Y creo que Leo sabe llevar muy bien a papá gallina 😃😃

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