Pensando sobre la buena gente

         Me estoy resistiendo a dejar en el papel mis impresiones sobre dos realidades de la misma realidad, reflejadas en dos novelas magistrales que tienen al menos veinte años de espacio entre la publicación de una y otra y un abismo entre las dos. Y, sin embargo, las dos realidades son la misma: El deterioro de la vejez. Y ya sé que he dicho muchas veces la palabra "realidad" y eso no es muy literario, pero es que realmente la misma situación puede convertirse en una infinidad de realidades dependiendo de los momentos, los apoyos, la solvencia -económica, intelectual- y tantas otras otras cosas. Así que he querido dar protagonismo a la palabreja para, ya desde el principio, hacer referencia a lo importante que es lo relativo, todo lo de alrededor, las condiciones, ante un hecho -cualquier hecho- que nos atropelle, ante el que nunca estaremos preparados pero que puede estar amortiguado por esas realidades relativas, o recrudecido y multiplicado por el infinito de las desgracias, en otros casos.

        A ver si lo sé contar

        La novela más reciente es Las gratitudes, de Delphine de Vigan, un precioso relato del deterioro de una anciana -Michka- en el que se van entretejiendo el amor -o los amores- de su vida: El antiguo amor de una familia que la salvó del holocausto nazi, de la que quiere despedirse antes de morir, pero no sabe dónde está; el amor de su vecina y amiga, a la que ella salvó de verse completamente abandonada por una madre enferma mental, incapacitada para cuidarla; y el último amor, su logopeda de la residencia en la que tiene que ingresar, que le profesa un cariño especial porque ella también es una persona especial.

        La novela más antigua es Diario de una buena vecina, de Doris Lessing. En ella se cuenta la historia de Annie, una viejecita pobre, sin familia ni amigos, que consigue hacerse amiga de una vecina aparentemente fría y distante, pero que acaba profesando una ternura especial por Annie, tan desvalida que, para mí, es el paradigma de los mansos bienaventurados del Sermón de la Montaña. Porque a Annie no sólo todos la han abandonado, sino que la han abandonado después de aprovecharse de ella: Cuando la abandona su marido, los Servicios Sociales le quitan a su hijo porque no lo puede cuidar, y ni sabe ni se le ocurre cómo protestar; cuando cree que ha conseguido tener amigos y les enseña su profesión -confecciona sombreros- se da cuenta demasiado tarde de pretendían aprender y abandonarla luego. Por último, cuando se encuentra sola y anciana, la gente la rehúye porque va sucia, huele mal, y hay un razonamiento en la novela sobre este tema que viví yo una vez con otra viejecita parecida en la plaza de Olavide, en Madrid, camino de mi trabajo: No tienes agua caliente, y en invierno te lavas a trozos porque te dan miedo las pulmonías y los gastos del médico; tampoco puedes lavar demasiado bien la ropa porque con agua helada y dedos artríticos la cosa no marcha; y entonces comienzas a guardar la ropa -la ropa interior también- sucia, pensando que ya la lavarás otro día; y cuando se acaba la ropa limpia, hurgas entre la sucia a ver si hay alguna menos sucia, y te pones esa, y es una espiral que no se acaba.

        En el otro extremo, Michka es querida por su vecina desde hace tiempo, ha podido vender su casa para pagarse una residencia, está bien cuidada y tratada con respeto,  y cuenta para no sentir demasiada soledad con las visitas de su amiga y alguna otra conocida, además de su logopeda. Michka también es una persona agradecida que quiere pagar todas sus deudas afectivas antes del final, pero, sobre todo, no es una mansa bienaventurada: Ha tenido una vida profesional e intelectual interesantes que la han satisfecho, no ha sentido carencias afectivas de ningún tipo, y su final está siendo digno, a pesar de que ningún deterioro deja mucho margen a la dignidad.

        Y aquí llega la puntilla que me hizo llorar a mares cuando leí el Diario de una vecina: Porque Annie, cuando se entera de que tiene cáncer después de todas sus desgracias, solamente susurra: Qué lástima, ahora que tenía una amiga. Sin rencor. Y en un murmullo, tan acostumbrada a no ser tenida en cuenta, a no ser nadie. Si hay algo que supere en tristeza a esta frase, que me lo digan.

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