Eso que llamamos zona de confort

        Hace pocos días oí en las noticias que España iba a lanzar esa tarde desde Cabo Cañaveral un satélite, el Spainsat, que será el primero de su clase en Europa y le vendrá bien a la OTAN por algún motivo, creí entender que porque iba a ser un hacha en comunicaciones.

        Y me he acordado de Salvador. Como siempre, pero esta vez con una buena excusa. Porque si hubiera oído la noticia hubiéramos visto el lanzamiento (he estado a punto de llamarlo despegue, cada vez recuerdo menos los nombres de las cosas) aquella tarde, retransmitido en directo. Y nos hubieran contado, y nos hubiéramos enterado, por qué es importante, y cuántos y cuálos satélites de telecomunicaciones hay, y de qué países, y cuál es la novedad que trae el nuevo. Pero ya no tengo a nadie que me saque de mi zona de confort. Y mira que me gusta, porque soy una curiosa irredenta.

        Cuando se casó mi sobrino -uno de ellos, el penúltimo en entrar en el gremio hasta ahora-, la novia exigió que todos los invitados vistiéramos de rosa. A mí me pareció muy divertido, y una provocación en toda regla,  que los hombres también tuvieran que vestir de rosa. No todo el mundo se apuntó a la provocación, claro, pero Salva, sí. Y ella es, desde entonces, una sobrina especial, porque las niñas consanguíneas después de tantos años ya son previsibles y ella me sorprende, me divierte, me "saca de mi zona de confort".

        Que por qué me parece bueno? Porque nos descoloca, que para mí es el "abre tu mente", que diría Quattor (véase Desafío Total), el sorprender con lo diferente. Llámense ideas, costumbre o, simplemente, excentricidades, lo importante es que incomodan en el mejor sentido de la palabra, el de no permitir que estés cómodo y tener que pensar, averiguar, dejar la dolce vita y mover el culo para entender lo nuevo. Y a mí me gusta lo nuevo, quizá porque me da la oportunidad de aprender nuevos nombres, ahora que empiezo a olvidar los antiguos.


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