Aquel mes de julio
Siempre pensé que cuando no hiciera nada con mi vida -nada interesante, se entiende-, me dedicaría a escribir; porque cuando tienes cosas interesantes que vivir, las vives, y no te da tiempo, o no tienes perspectiva, para vivirlas y contarlas a la vez. Y no soy la única que lo piensa, porque una vez oí a Almudena Grandes decir que los escritores son los grandes cotillas que se asoman a las vidas de los demás para poder escribir después sus historias (más o menos)
Y mi intuición era cierta, porque cuando me jubilé, visto lo que me gustaba hablar y que ya no era directora de nada, con lo cual nadie tenía que escucharme velis nolis (quieras o no, pero qué bien me ha quedado el latinajo), comencé este blog. Despacito, para no quedarme sin ideas -aunque Antoñita la Fantástica es capaz de sacar punta a lo que sea con tal de hablar (léase escribir en este caso)-, dos entradas al mes, para no cansar tampoco al personal, que este blog no tiene fotos, ni vídeos, ni ná de ná más que patitas de mosca, como creo que ya he dicho en otra parte.
Pero he aquí que mi vida se convierte de golpe en un estar sentada viéndolas venir, y mi blog se multiplica por dos: De dos entradas paso a cuatro. Porque mi vida se merecía algún empujón, visto lo visto. Y lo visto era: Llamo al taxi de Cerceda para que me recoja a las 11am, vamos al hospi de Villalba, estoy con mi pariente hasta las 18-19pm, vuelvo a casa en otro taxi, esta vez de Villalba, me enchufo a la p... máquina del oxígeno y ¡hasta el día siguiente a las 11am!
Y qué puedo hacer con la máquina puesta? Pues salir al jardín, no, aunque es un precioso verano y hay rosales, y celindas, y alteas, y hostas en flor. Pero el cable no me da. Y qué se puede hacer en casa en verano, medianamente interesante, aparte de pasar calor, que de interesante tiene muy poco? Pues leer y escribir, como los parvulitos.
Así que escribir, porque lo de leer estaba muy cotizado por aquellos días. Y no fue porque no lo intentara. Porque por la mañana, a la hora de esperar al taxi, yo salía al jardín con mi libro (un poco antes de la hora, para ver mis flores aunque sólo fuera una ratito), me sentaba a la sombra de mi precioso castaño y, en lugar de abrir el libro que tenía delante, contemplaba el endrino. Porque tengo un endrino, que confundimos con un pruno cuando la plantamos Salva y yo, pero no era, porque cuando nos dimos cuenta había criado a sus pechos esos frutitos morados con los que se hace el rico pacharán, pero que a nosotros sólo nos servían para que mancharan con su pulpa los cojines de las sillas que colocábamos a su sombra.
El caso es que yo miraba el libro, miraba el endrino, ladeaba la cabeza, cogía las tijeras de podar que estaban siempre a mano y me levantaba, antes de que llegara el taxi, a podar una ramita aquí, quitar un pincho allá, irme un poco lejos para ver el conjunto, y volver a retocar lo hecho. Y me duró todo el mes de Julio. He de decir que tampoco desaproveché el libro que sacaba en cada ocasión, porque sí que daba cuenta de él en la cafetería del hospital cuando bajaba a comer o en los ratitos que Salva dormitaba, aburrido como una mona, después de tragarnos la sesión preceptiva de Juegos Olímpicos en la tele del cuarto número X, que luego fue el número Y y por ultimo fue el número Z, porque hasta tres veces recorrimos el hospital, planta a planta y Servicio a Servicio, en aquel verano maldito, que sólo salvó un poco aquellas mañanas esculpiendo la endrina, ramita a ramita y casi hoja a hoja, mientras esperaba el taxi y a la taxista que me llevaban inexorablemente a mi tortura particular de lumbago, juegos olímpicos y pasillos interminables en el paisaje desolado que rodeaba aquel hospital en mitad de aquel desierto colocado en mitad de la nada. Feo, inhóspito y mastodóntico. Así lo recuerdo, y así lo confirmo cada vez que tengo que ir, porque ahora me toca a mí.
Espero que no tengáis que conocerlo nunca.
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