El juego de las sillas

         No sé si vosotros habéis jugado al juego de las sillas. Era muy sencillo: El grupo de niñas (cuando yo era niña los colegios estaban segregados, y éste era un juego típico de patio de recreo, al menos para aquellas niños cuyos padres no nos dejaban bajar a la calle a jugar con el resto de niños del barrio) andaba, a veces corría un poco, alrededor de algunas sillas colocadas en corro, siempre una menos que el número de jugadoras, hasta que la "madre" -la directora del juego-, porque nos metían la idea de "madres" hasta en la sopa, daba una palmada y cada niña se sentaba en la silla que tenía más cerca, excepto la más despistada o patosa, que se quedaba sin silla, ergo eliminada, no como en la canción de María Isabel: Aquí, sin silla era muerta 😂

        Pues ahora, en mi viaje a Cádiz para desintoxicarme de tanto papeleo y tanto saqueo de la faltriquera  (qué bien viven los notarios, a fe mía), he recordado aquel juego; porque mi vida ha cambiado de registro, también en esos accidentes -como las sillas, que te tenías que sentar cuando tocaba, quisieras o no- llamados intromisiones del mundo exterior. ¿Y a qué me refiero, con tantos circunloquios? Pues son circunloquios porque, me cuesta admitirlo, me han sumergido de golpe y porrazo en un nuevo estatus, no por poco deseado menos real, que es el de la "dulce viejecita".

        Porque, en mis viajes en solitario, que fueron muchos y muy variados, durante mi soltería, iba preparada ya desde el minuto uno para el tipo de fauna que yo llamaba "buitres", los moscones de toda la vida que se me pegaban como garrapatas en cuanto me veían sola por esos mundos de Dios, pero que a mí nunca me parecieron moscones, porque no se apartaban con un simple papirotazo como haría cualquier insecto que se precie, sino que insistían e insistían hasta que me rendía a la evidencia y, perdiendo la buena educación, sacaba, muy a mi pesar, los modos y maneras de Lavapiés, o, peor aún, de Vallecas. Que una siempre ha sido multitarea y sirve para fisna y para basta con b de burra, sin señor que me protegiera ni falta que me hacía.

        Pero ya no. Ahora parece que me he tenido que sentar en otra silla, porque tal espécimen ha desaparecido y ha aparecido en su lugar otro mucho más amable, aunque a mí me ha sentado a cuerno quemado: El buen samaritano. Y eso desde el minuto uno, es decir, desde que mi hija me dejó en la boca del metro de Puente de Vallecas para ir a la estación de Atocha, donde debía coger el tren para Cadiz, y se fue a su ofi. Porque hete aquí, solita ante el mundo cruel, me topé ya con la primera barrera a mi viaje: las escaleras de la estación. Así que comencé a bajar, una a una, primero yo y luego la maleta, aquellas escaleras cuando, a la altura del tercer escalón más o menos, apareció un jovencito que me cogió la maleta, me la bajó toda la escalinata, me la pasó por el torno de los billetes, me la subió al vagón y sólo le faltó darme las gracias por haberle dado la oportunidad de hacer su buena acción del día.

        No me había repuesto todavía de la novedad cuando al llegar a la estación de Atocha e intentar subir al tren me encuentro con una de mis bestias negras: Un hueco entre el andén y la plataforma del tren, que, para mí, es como decir un precipicio por donde me voy a despeñar, por estrecho que sea el susodicho hueco. Así que, otra vez, ante mi vacilación, otra buena samaritana -esta vez una mujer de mediana edad, que no todos van a ser jóvenes y sanos, basta con no ser seniles como una servidora- me coge la maleta, me la sube y me ayuda a colocarla en la plataforma para equipajes, no sin antes porfiar con otros tres o cuatro pasajeros, que se quedaron con las ganas de ayudar a aquella pobre señora en la edad provecta. 

        Y así llegué a mi destino, no sin antes bajarme por error en el Puerto y tener que coger otro tren hasta Cádiz, en cuyas subidas y bajadas siguió imperando mi nueva e indefensa personalidad.

        Pero una vez en Cádiz, pensé, tengo tiempo en una semana para analizar lo ocurrido y volver a ser independiente. Aunque, para un apuro, no me sale mal mi pose de cachorrito abandonado, que para eso he tenido en casa una maestra de la manipulación llamada madre, y algo aprendí. Y realmente pensé que iba preparada para la vuelta, porque había paseado mucho, que siempre tonifica músculos, había aligerado la maleta dejando en tierra las dos novelas que me había leído en manos de la camarera de piso, muy amable y eficiente, que me confesó que le gustaba mucho Vargas Llosa; esperaba no equivocarme de tren ni de parada, y, en fin, confiaba en mis fuerzas y mi previsión.  Y subí al tren, y todo fue bien, como esperaba. Y llegamos a Atocha, y comenzamos a coger nuestros equipajes. Fácil, mi maleta estaba en el suelo, detrás de unos asientos... hasta que me di cuenta de que tenía que agacharme para llegar hasta ella, porque, con los vaivenes del tren, se había ido al fondo del hueco. Y sí, me agaché... pero no me podía levantar. Y ahí volvieron a oírse el coro de voces Señora, la ayudo? Señora, agárrese a mí, Señora, tranquila, no pasa nada... Por fin logré levantarme sin ayuda, di las gracias, miré el atasco que se había formado en el vagón a mi espalda y salí corriendo antes de que se viera el rubor que me estaba subiendo a toda prisa desde donde suba el rubor, que nunca lo he sabido.

        ¿El balance? No se puede pedir más: He socializado con una nueva especie; la Señorita del Mar, como la llamaba Pemán, sigue siendo preciosa; he descansado mucho, y he aprendido, al menos, dos cosas para la próxima vez: Que es bueno que las maletas pesen poco, y que en todas las estaciones de tren hay ascensor.


Comentarios

  1. Viajo poco en tren pero dudo mucho de que en todas las estaciones haya ascensor

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  2. Y buenos samaritanos

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  3. Lo que comentas me confirma que debo de tener cara de perrito perdido y desamparado

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