Esas rendijas por las que se cuelan los recuerdos
Estaba yo esta mañana en una de mis terrazas del pueblo, ésas a las que voy todos los días con mi novela para salir de casa, airearme y leer un rato -corto- viendo pasar gente y comentando con los camareros, vecinos de mesa o cualquiera que pase por allí y pegue la hebra, cuando llegaron tres críos algo talluditos ya -unos quince años- con un perro muerto de sed, y le pidieron un cuenquito de agua a la dueña del autodefinido gastrobar, que es como llaman los pijos a los bares de toda la vida pero mucho más caros (y más monos, todo hay que decirlo) . Así que la dueña le sacó un bol de agua al pobre perro y a mí, sin anestesia, se me vino a la cabeza la anécdota que me había contado la madre de Salva allá por los años noventa, cuando tuvimos que vivir en su casa unos meses porque la nuestra estaba en obras -es decir, inhabitable-. Y es que Salva, con las ideas sin filtros que se forman los niños sobre el mundo y las cosas (sin las convenciones que se aprenden después), vio un perro con la lengua fuera en pleno verano, y preguntó:
- Mamá, por qué ese perro lleva un filete colgando de la boca?
Y con esa tontería se me vino encima todo un alud de recuerdos de treinta y tres años -la edad de Cristo- que casi me hacen llorar. Así que, para disimular, y porque nunca me ha ido bien cuando no he aparentado ser fuerte -lloriquear yo para explotar la lástima de los demás nunca me ha gustado, y que se aprovechen los que me ven llorar porque me sienten débil me gusta menos todavía- , he puesto mi cerebro a trabajar y me he distraído con esas ocurrencias (hay muchos filetes en esos mundos alternativos que se llaman infancia) que te hacen sonreír por la inteligencia y la ingenuidad, a partes iguales, que demuestran. Así que, sin querer agotar el repertorio, hoy toca nostalgia:
Seguimos en casa de mis suegros. Todas las tardes las dos hermanas -tía y madre de Salva- meriendan un té con pastitas; es el momento de las confidencias, los recuerdos, las puestas al día en la memoria familiar. Y, en la ronda de anécdotas, se me queda una grabada, en parte por la agudeza y curiosidad que demuestra -me veo muy capaz de preguntar lo mismo en la misma circunstancia- y en parte porque "todo lo religioso no me es ajeno". Situación. Un colegio religioso. Protagonistas: Unos niños de 8-10 años. Contexto: Una clase de Historia Sagrada. El profesor está explicando la historia de Caín y Abel, y termina con una frase lapidaria: "Y Caín mató a Abel con una quijada de burro, y ésta fue la primera muerte después de la expulsión de Adán y Eva del paraíso". Y el hermano de Salva, Javier, con toda la lógica del mundo y haciendo gala de sus inocentes diez años, preguntó:
- ¿Y entonces, la quijada del burro?
Así que comencé a sonreír y a olvidar los lloros, y seguí recordando, esta vez a mi hija y sus dudas, también religiosas -o quizá sólo morales- sobre el bien y el mal. Porque un día, hablando de si Dios también quería a los que obraban mal, por aquello del arrepentimiento, y el perdón, y las segundas y terceras y cuartas oportunidades, y el Dios de amor y misericordia, se puso pensativa después de toda aquella chapa -como se ponía ella, ladeando la cabeza y mirando al infinito- y me espetó, a bocajarro.
- Pero entonces, si Dios nos quiere tanto si somos buenos como si no, por qué hay que ser buenos?
Todos tendréis docenas de anécdotas similares, así que os dejo con el buen sabor de boca -espero- con el que también me quedo yo, aparcados los lloros y con la mente ocupada por una nostalgia más amable. Buena tarde a todos!
La del burro me la sabía, pero la del filete también me ha hecho reír.
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