Una visita esperada
Ayer vino a casa mi cuñado Javier. No viene muy a menudo, porque vive en Alemania -en broma, en la familia lo llaman "el hermano", pero con hache aspirada (hay que reivindicar las Letras, así que los de Ciencias que no sepan dónde está la gracia, que investiguen)-, pero hay boda de sobrina, y lo hemos tenido aquí unos días; en concreto, lo hemos tenido en casa una tarde-noche muy, muy agradable, hablando de todo -hasta de política, algo no tan frecuente ya por aquello de las polémicas poco relajadas y nada relajantes-. Y precisamente eso quería comentar, nuestras opiniones compartidas -compartidas por verbalizadas para comentar por el otro, no por idénticas- en un intercambio tranquilo y muy informativo para Leo, hija y sobrina respectivamente, que escuchaba muy interesada (o eso creo).
Y la tal conversación de recordó mis vaivenes sobre no la religión, porque sentimiento religioso siempre he tenido, -como la mayoría de nosotros, o eso supongo- sino sobre la Iglesia. Porque creo que, para muchos, el problema no está en la religión, sino en la Iglesia.
Porque me vi en los años setenta, cuando el país estaba efervescente en todos los niveles -y de eso también hablamos-, y en la Iglesia había curas obreros, y arzobispos de Madrid que abrían las iglesias para acoger las huelgas de hambre de los sindicalistas o las asambleas multitudinarias de Comisiones Obreras, y en el Partido Comunista había una "corriente" que se llamaba Cristianos por el Socialismo, donde estábamos todos los católicos confesos del Partido con nuestro representante en la Dirección, Alfonso Carlos Comín, y nuestro referente de una religiosidad moderna, Enrique Miret Magdalena, en la revista Triunfo.
Y entonces, llegó el vaivén. Porque, con la transición, empezaron a aparecen en las Misas de los domingos, a las que yo iba religiosamente (chiste malo, lo sé 😅), banderas de España en los relojes de los que me daban la paz. Por todas partes. En todas las iglesias. Y lo sé porque cambié de iglesia varias veces con tal de no verlas, porque todos sabíamos lo que la banderita de España en el reloj, en el coche como pegatina, en la insignia en la camisa, significaba. Y me molestaba tanto que "los otros" se hubieran apropiado de los símbolos de todos, que cambiaba de iglesia para no verlos. Hasta que se me acabaron las iglesias, y entonces dejé de ir.
Pero me devolvió al redil eclesial el párroco de mi pueblo, que hacía suya aquella máxima de Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Simplemente, no lo permitía. Pero en mi pueblo las "gentes de bien", que eran las que mayoritariamente iban a los oficios religiosos de todo tipo (eso lo reconozco) protestaron ante el obispado por aquel cura "rojo" que ¡escándalo!, no permitía que se repartiera propaganda electoral de derechas a la puerta de la iglesia, en lo que antiguamente se llamaba "el atrio". Y el obispado lo mandó a Usera, un barrio más acorde con su sensibilidad, supongo, y a Cerceda -mi pueblo- nos mandó a un párroco que, a la segunda homilía, me echó.
Y fuera sigo. Y ahora no sé si la conversación con Javier me ha alegrado (por tenerla) o me ha puesto triste (por comparación). Porque los temas que se convierten en discusiones cuando una de las dos partes tolera malamanete cualquier "yo no estoy de acuerdo" del otro lado - y cada vez son más las ocasiones- hacen un flaco favor al diálogo entre iguales que debe ser una democracia. Y lo echo de menos.
Espero seguir conversando mucho contigo, Javier.
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