Mi primo
A mi primo su madre lo llamó por su diminutivo toda la vida. Cosas de madres. En su familia, como supongo que en la mayoría, ha habido Nenas y Niños, Itos, Ines y Uchis hasta los sesenta y más.
Mi primo fue el primer niño de la familia que tuvo un tacatá: Recuerdo a aquel enano empujando el tacatá por un pasillo, inclinado hacia adelante para darle impulso y corriendo como un loco hasta que el tacatá se estrellaba contra una pared o una puerta. Y a las cuñadas comentando a su madre que el niño no aprendería a andar mientras le ayudara aquel trasto. En su familia las novedades no eran bien recibidas.
Y ahora está muerto. No se ha ido, ni nos ha dejado. Se ha muerto. No va a volver. Los eufemismos son para que las cosas parezcan menos definitivas, o menos trágicas. Y la muerte es ambas cosas, y no vale disimular. Fue un infarto, el último de muchos que se vieron en la autopsia, porque él no los vio. El estaba feliz y tranquilo desde que había dejado la casa de sus padres: a sus cincuenta y siete años, es cierto; pero tiene una explicación: Se quedó para cuidar a su madre ciega.
Sus padres se llevaban mal, muy mal. Y, como en tantas familias, la hija era el ojito derecho del padre y el hijo, el ojito derecho de la madre. Y cuando las cosas llegaron al desastre, los padres habían implicado a los hijos en sus problemas, los bandos estaban ya hechos hacía tiempo y los hermanos se alejaron para siempre el uno del otro. La hija vio al padre como un mártir porque era el dominado de la pareja; el hijo vio a la madre como una mártir porque era la enferma. Y mi primo, que era un grandullón enorme y, como tantos grandullones que son conscientes de su tamaño y de su fuerza, un pedazo de pan, se llevó la peor parte del relato, ahora que está tan de moda la palabra relato. El cuadro estaba terminado, sólo había blancos y negros: No había que dividirse, no había que pensar. El pequeño detalle de que los padres son los responsables de implicar a los hijos en sus propios problemas quedó atrás. Era fácil: había buenos y malos.
Y mi primo fue el malo: Le tocó el papel, simplemente.
Mi primo, el cetrero; mi primo, el paje de los Reyes Magos en todas las cabalgatas, con su capa y su azor en la mano; el que había regalado a mi hija su primer perro, que le encantaban los niños y no tenía los suyos propios; el tío que ya no tenía sobrino, ni hermana, ni familia, ni tantas cosas que había ido dejando atrás porque sus padres habían convertido su infierno particular también en el infierno de sus hijos.
Cuando me despedí en el tanatorio, vi a su sobrino llorar. Me he reconciliado con el mundo.
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