Doña Carmen y los Hermanos Valdés
Doña Carmen era la directora de mi colegio. Todos los primeros de mes nos daba personalmente las notas a las niñas de Primaria: Iba pasando clase por clase, con su traje de chaqueta y sus tacones, bajita, delgada e impecable; saludaba a la maestra, que de tanto en cuanto le bisbiseaba algo, lo relevante del mes, y comenzaba la ceremonia: Nombraba a la alumna que tocaba, por riguroso orden de puntos; abarcaba las notas con una ojeada; decía algo agradable, o de ánimo, a casi todas; dedicaba un discursito, corto -que tenía que pasar por muchas aulas-, al final de la ceremonia, se despedía de la maestra y se iba muy derecha, taconeando muy firme y con aquella permanente de la que no se salía ni un pelo, exactamente como todas las piezas del Colegio Femenino San Estanislao de Kostka, mi colegio.
Doña Carmen y Don Felipe, con mayúscula ambos Don, eran un matrimonio de maestros que se lanzaron a la aventura de crear un colegio alquilando un piso en la calle de Santa Isabel, barrio de Atocha, en pleno centro del Madrid castizo: El teatro Monumental, el cine Doré, el palacio de Fernán Núñez, las iglesias de El Salvador y San Nicolás eran los hitos de un cogollito de calles donde también estaban el mercado de Antón Martín, en la parte alta, y el Hospital de San Carlos, luego Centro Reina Sofía, y el Colegio de Médicos, antes Facultad de Medicina, en la parte baja.
Y lo hicieron muy bien: Doña Carmen Olmo, en su colegio femenino, se ocupó y preocupó de que sus "niñas" llegaran a la universidad cuantas más mejor; y para ello llamaba a los padres -a todos- cuando terminábamos cada ciclo escolar, y les sugería (ordenaba, me temo) cómo tenían que seguir estudiando sus hijas.
Secretariados, Bachilleratos Administrativos, Bachilleratos Superiores para llegar a la universidad salieron del despacho de Dirección de aquel colegio sin que nadie se atreviera a cuestionar la opinión de aquella señora. Al menos, no mi padre: Cuando doña Carmen, a la que había vendido pescado durante años en su pescadería del mercado de Antón Martín, le dedicó un discurso muy inspirado en el que le "ordenó" que dejara llegar a la universidad a su hija, mi padre dijo lo mismo que le decía a mi tía monja cuando hablaba con ella por teléfono: "Sí, Pilar", "Sí, doña Carmen".
Así que Doña Carmen consiguió que, en una familia de inmigrantes castellanos venidos a más, estudiara la hija en lugar del hijo, que, como decía mi amiga Esther, "no quería estudiar porque no le había visto las orejas al lobo". Y para ver las orejas al lobo no había que tener vista de águila: O te matabas a estudiar, o te quedabas fregando con tu madre hasta que "te saliera" un novio, de tu gusto o no tanto. En mi caso, ni siquiera me quedaba con mi madre, porque cuando yo me quedaba en casa mi madre se escapaba a la tienda, que no le gustaba nada fregar.
Pero con ser ésta la contribución más importante de mi colegio a mi vida adulta, no fue la única: Los Hermanos Valdés, Alfonso y Juan, y mi profesora de Literatura de cuarto de bachillerato también tuvieron un papel relevante.
No es que aquella profesora, de la que no recuerdo el nombre, fuera una profesora creativa, ni empática, ni especialmente interesante. No explicaba nada, simplemente leía el libro de texto; anodina, simplemente hacíamos esfuerzos para no dormirnos; no nos dormíamos, pero mirábamos el reloj cada dos minutos hasta que sonaba el timbre.
Pero un día se salió del guión. Y me tocó a mí. Y fue la tormenta perfecta. Porque, de repente, me vi desde fuera, con mi cerebro pensando "Tengo que cerrar la boca", mi boca moviéndose por su cuenta, y yo asustada, mirando desde fuera boca y cerebro y descubriendo que mi boca se había declarado en rebeldía y nada ni nadie la iba a parar.
Fue así: La profe, en la clase soporífera habitual, me pregunta por los hermanos Valdés, lingüistas preclaros y defensores a ultranza de las bondades del español sobre el italiano; le suelto el rollo del libro, que acabo de leer porque nos deja tener el libro de texto abierto en clase. Y, de repente, cuando ya he terminado de recitar a la carrera lo que acabo de leer antes de olvidarlo, me mira, se queda pensativa, y me pregunta:
¿Y tú qué opinas?
Cielos!! ¿Qué opino? No sé de qué me está hablando. Esta mujer no se entera de que no sé nada, soy un loro. Pero, en lugar de esto, me oigo decir: "Pues si los hermanos Valdés llevan veinte años viviendo en Italia, no pueden saber mucho ya del español para decir que es mejor o peor que otros..."
Herejía, anatema, son dos gurús de la lengua, eres una estudiante de m... derribando ídolos.
Pero lo dije, y con todas las letras. Así que, cuando vi que la profesora me miraba, apuntaba algo en mi agenda y me decía "Siéntate", me quedé clavada, como el resto de la clase.
Después de aquello, contuvimos la respiración hasta que sonó el timbre. Creo que fue la clase más silenciosa de aquella asignatura en todo el curso. Cuando se cerró la puerta, abrí la agenda para verificar mi desgracia, pero allí no había un cero, sino un diez. No me lo podía creer. Me habían premiado por pensar por mi cuenta!
Desde entonces, me he ido reconciliando con esas rebeldías de mi bocachancla que no puedo reprimir; no han sido pocas, y me han metido en más de un lío. Pero siempre recordaré aquella primera vez en que una profesora aburrida me premió por tener un pensamiento libre, tonto o no, pero mío. Y lo sigo teniendo. Por muchos años.
Comentarios
Publicar un comentario