¿Derecho a la pereza?
El derecho a la pereza está maldito. Se nota que la idea partió de un rojo como Paul Lafarge, yerno de Marx, porque todo lo tiene en contra: Va contra la autoestima, contra la salud, contra la prosperidad, y no digamos contra la moral: Es uno de los siete pecados capitales.
Y sin embargo, en nuestra sociedad lo aceptamos como un merecido premio en un momento determinado de nuestra vida: Cuando nos jubilamos. Sí, la jubilación es el derecho a a la pereza políticamente correcto, incluso obligado; nadie sabe qué hacer con esos viejos que no quieren permanecer inactivos, y que fundan asociaciones y ONGs para asesorar a los emprendedores, para acompañar a los enfermos en los hospitales, que nutren de voluntarios a Cruz Roja, la Asociación contra el Cáncer, y de material a los chistes sobre el IMSERSO: ¿Cuál es el animal con una cabeza y cincuenta dientes? El cocodrilo. ¿Y cuál es el animal con cincuenta cabezas y un diente? Un autobús del IMSERSO. ¿Por qué los viejos no nos dedicamos a descansar? O, más agobiante aún, porque si los viejos son muchos, los jubilados somos más todavía: ¿Por qué los jubilados no nos dedicamos a descansar?.
A mí no hay que decírmelo, estoy en ello. Cuando me siento con mi cervecita en el jardín, a la sombra del arce, y miro el seto de la piscina, mi cabeza empieza a funcionar: Ese seto quedó geométrico, nivelado, precioso, en mayo; y en julio ya está -otra vez- como le da la gana. Y lo miro, y sé por dónde comenzar a podar, a qué altura y de qué ancho me gusta dejarlo... Y mi cabeza sigue funcionando, pero ahora para lo contrario: Hace calor, es tarde, va a oscurecer, no da tiempo, hemos quedado, vas a dejarlo a medias... Descansa. Y entonces, para hacer algo -porque todavía no he hecho nada en todo el día-, decido ir al ordenador a mirar correos, a escribir otra entrada del blog, o al menos entrar en casa para hacer alguna cena rica... Y mi cabeza sigue funcionando: Hace calor, mejor por la mañana, qué pereza la cocina... Descansa.
Y entonces llegan las motivaciones:
Los hijos: Mamá, te pasa algo. ¿Estás deprimida? (No estoy deprimida, soy asocial, hija mía)
El médico: Señora, tiene que andar todos los días, va a ser una viejecita diabética si sigue así. (¿Tú me has visto? Porque no soy gorda; pero, claro, como me has atendido por teléfono...)
La profesora de piano (es amiga): ¿Quieres que demos alguna clase este verano, para no perder? ¿Si? (No, por Dios, estamos de vacaciones)
Mi familia: Y ahora que estás jubilada, qué planes tienes? (Pues te voy a decir algo, pero no te voy a decir en qué siglo voy a hacerlo)
Todo el mundo quiere que sea activa, y proactiva, además (no he conseguido saber lo que es la palabreja, pero queda muy "de ejecutiva"). Descansar, por lo que se ve, es sinónimo de estar deprimido, de ser inútil, de no saber qué hacer con la vida. Yo sí sé qué hacer con mi vida. Precisamente, descansar. Algo maldito, como me suele ocurrir. Suelo hacer elecciones "polémicas", por poner un eufemismo.
Me he pasado toda la vida corriendo, haciendo mil cosas a la vez, y sé que seguiré haciendo cosas divertidas, atrevidas, útiles; algunas poco convencionales y otras que se criticarán directamente, como he hecho siempre. Pero me quedan alrededor de treinta años para seguir viajando en ese tren (son mis cálculos), y eso es casi un tercio del total. Así que, de momento, voy a descansar, que yo sí creo en el Derecho a la Pereza. Y me lo he ganado.
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