Princesa

 Mi padre tenía tres hermanos. Dos eran chicos, y vinieron a Madrid cuando tuvieron la edad, que en los pueblos era de catorce años, a la sombra de su hermano mayor, mi padre. La cuarta era chica, y se quedó en el pueblo.

Mis tíos vivían con nosotros, lo que quería decir que estaban a cargo de mi padre a todos los efectos. Pero, cosas de la época, en casa no cabíamos, así que dormían fuera, en habitaciones alquiladas, y el resto de funciones de una vivienda familiar se resolvían dentro. También la de ser una familia. Sobre todo, la de ser una familia. Por eso, cuando mi padre se casó, los trajo a casa con el beneplácito de mi madre, que para eso mis padres eran primos hermanos y los dos venían de circunstancias similares.

Así que, cuando nací, ya tenía dos tíos jóvenes y solteros dispuestos a ejercer de caballeros andantes, príncipes o lo que hiciera falta con la única princesita que había en la casa. Y ejercieron, vaya que ejercieron. Yo diría que con una brillantez rayana en la excelencia.

Porque tío Eduardo, el mayor de los dos, iba todas las noches a cenar. Yo dormía en una cama-mueble en el cuarto de estar, que hacía de comedor, porque el comedor se reservaba para las visitas y los acontecimientos. Cuando llegaban mi padre y mi tío a cenar, me levantaba en pijama de la cama (que estaba en el mismo cuarto de estar: realmente, en las viviendas de aquella época el cuarto de estar tenía un nombre muy apropiado), y les escuchaba hablar de las rutinas del día -clientes, precios, cómo está la vida...- hasta el momento en que tío Eduardo tenía que irse a dormir a la habitación alquilada en casa de la vecina. En ese momento, yo me abrazaba a él y le pedía que no se fuese, y comenzaba el ritual: Mi tío me contaba que en el portal de la casa había un hombre malo que quería subir a raptarme, y él iba a bajar a "darle una puñada" y mandarlo al hospital para que no pudiera hacerme daño. Al cabo de un rato me convencía, y al día siguiente se repetía historia. Nunca me cansé, y nunca sospeché de aquella historia tan repetida, que nunca varió en ninguno de sus detalles. La parte más dramática era cuando yo, que no sabía lo que era una puñada, le corregía y decía: "No, una puñada no, dale una puñalada" y mi tío contestaba: "No, una puñalada, no, una puñada, una puñada y lo dejo k.o., una como ésta, así, mira", y daba un puñetazo al aire.

Ese era tío Eduardo, mi caballero andante. Pero tenía otro tío, Jesús, que era el príncipe -cada uno tenía su papel, sin haberse puesto de acuerdo y sin saberlo-. Porque tío Jesús, que sólo iba a casa una vez por semana, me traía siempre una caja de chocolatinas nestlé, que en los años sesenta eran un lujo asiático. Recuerdo perfectamente la caja, llena de chocolatinas rectangulares, unas rojas -las de chocolate negro-, otras azules -las de chocolate blanco- y fucsias -las de chocolate con almendras-. Luego, las chocolatinas cambiaron y fueron un tubo de chocolate -también nestlé- rojo, lleno de chocolatinas con la forma de monedas del duro de entonces, (un duro eran cinco pesetas, un euro son 166,386). Pero aquel duro era enorme, así que las chocolatinas también eran enormes, y, para acabar convirtiendo aquel regalo en algo realmente valioso, con el papel de plata del envoltorio las niñas jugábamos horas y horas, estirándolo, haciendo bolas o cortándolo en forma de estrellas.

Pero lo realmente importante de aquellas chocolatinas, fueran unas u otras, es que tío Jesús no me las daba: Tenía que encontrarlas yo, entre la media docena de bolsillos de su americana, porque siempre me prometía que no, que no me había traído nada, que no tenía regalo aquella vez, y yo me aplicaba a buscarlo cada vez, y cada vez lo encontraba. Quizás me ahí me venga ahora mi insistencia en repetir las cosas hasta que me salen perfectas.

Con el tiempo, hemos acabado viviendo los tres -tío Eduardo, tío Jesús y yo- casi en el mismo pueblo. Y hemos recordado nuestra vida en Madrid, que fue muy dura pero que, como todo el pasado, se recuerda coloreada, porque la memoria es selectiva y borra lo malo. Así que, el día que vino a casa nuestra vecina de Madrid, Yoyi, la niña de la casa de enfrente, llamé a tío Eduardo, y mientras tomábamos café, comenzaron a recordar cuando le hacían carantoñas a través de la ventana del patio de luces, él y tío Jesús, para que comiera; y cuando la veían hacer pompas de jabón en la cocina de su casa, y le hacían gracias para que se riera y salieran mal las pompas; y... y... y... 

Aquel día le vi feliz, y me alegré de saber que tenía un recuerdo tan bonito de una época durísima en una ciudad donde todo era extraño, donde trabajaban como borricos para comer y poco más, y donde tenían por todo capital ser jóvenes y tener dos manos y ganas de prosperar. Ese día sí que me sentí, más que una princesa, una hada madrina. Porque había conseguido (sin pretenderlo, pero lo había conseguido) convertir una calabaza - los primeros años en Madrid de mi tío- en una carroza -una época feliz, llena de recuerdos alegres-.

Así que, si me preguntáis qué prefiero ser, si princesa o hada madrina, no tengo dudas: Las princesas siempre necesitan un príncipe que les haga regalos o un caballero andante que las rescate de algo. Las hadas, madrinas o no, hacen lo que quieren y cambian lo que no les gusta. Y yo siempre he pensado que transformar el mundo -convertir calabazas en carrozas- produce  endorfinas por un tubo: Quiero ser hada madrina.


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