14 de Abril, Día de la República

        Ya sé que hoy no es 14 de abril. Y, desde que tenemos democracia, Constitución y Estado Social de Derecho, me importa muy poco que no haya República, por mucho que no me guste que se hereden las coronas. Más que nada, porque es irrelevante que los herederos se las merezcan o no. Son suyas. En fin, que no me interesa.

        Pero es hora de que diga algo de la Segunda República, ya que no dije nada en el aniversario del 2020 en este blog. Este año, sí, hay tema. Pero va a ser un tema muy personal, como el blog mismo. Porque de lo que voy a hablar no es de esa Segunda República tan traída y llevada; tan moderna, por otra parte (Siempre nos machacan cuando levantamos la cresta: Los Comuneros contra Carlos V, los partidarios del archiduque de Austria contra Felipe V, los republicanos contra los golpistas en el 36, todos ellos ejemplos de la modernidad contra el oscurantismo, y siempre ganó el oscurantismo. Creo que con mala suerte desde 1.500, ya es hora de cambiar de tercio).

        Y ya he opinado sobre política, que era algo que no quería hacer hoy. Porque esta vez va de mis amigos del Puente de Vallecas, de los vinos en la calle de la Cruz y de celebraciones, que era lo que más nos gustaba del mundo a los comunistas en el 75: Celebrar algo con un vino peleón y unos buenos amigos. Así que mis amigos peceros me llevaron a celebrar el aniversario de la República, el 14 de abril de 1975, a la ronda de vinos de casi todos los días; porque después de la reunión política que tocara -y casi todos los días había una-, nos íbamos de vinos, "para desengrasar", y en esos paseos de barra a barra y de chato a chato -comencé pidiendo cafés pero me rendí al poco tiempo y acabé pidiendo vinos que dejaba sin tocar, porque realmente eran muchos- era cuando realmente se aprendía de política, se hablaba de la situación del país y se comentaba el "ruido de sables", que fue muy, muy real durante demasiado tiempo.

        Así que aquel día comenzamos la ronda de siempre, pero como algo extraordinario me pidieron un txacolí. Yo no aguanto los vinos ácidos -en realidad, no me gusta mucho el vino-, pero aquél me lo bebí "Por la República". Y cambiamos de bar, y me pidieron otro. Y volvimos a cambiar de bar, y me bebí el siguiente. Y así fuimos recorriendo el periplo habitual, pero aquella vez me bebí "hasta el agua de los floreros", como se dice ahora, en honor del día, ya que parecía tan importante.

        Luego nos fuimos a casa de la jefa, María Luisa, en el Puente, como se llamaba -y se sigue llamando- al Puente de Vallecas. Y nada más llegar, cuando volvimos a levantar la siguiente copa para volver a brindar ¡por enésima vez! por la defenestrada República, yo le puse una mano en el hombro a mi amigo Manolo, que brindaba a mi derecha, dije "Manolo, me caigo" y me caí redonda al suelo, desmayada, por primera y única vez en mi vida.

         Y, por lo visto, ahí empezó lo divertido, aunque yo no me enteré. Porque mi amiga, señora casada, empleada de banca y perfectamente respetable, llamó a mi padre para comunicarle que su hija no iba a ir a dormir porque "se encontraba algo mal" y dormiría en su casa. Y mi señor padre mantuvo un poco correcto intercambio de comentarios con la susodicha hasta que ésta terminó la conversación con un: "Llame usted a la policía o a quien quiera, porque no sabe dónde está su hija ni dónde vivo yo". Duelo de titanes en el que ganó la responsable política del Partido Comunista de la agrupación del Banco de Bilbao, que, además de responsable política, era vasca, gorda y de armas tomar. Y que cantaba maravillosamente (ya sé que esto no tiene nada que ver con la historia, pero es verdad y a mí me traía loca cuando se arrancaba).

          Después de aquella escaramuza, me llevaron a casa de dos de los camaradas "celebrantes",  pareja que vivía allí cerca, porque mi amiga tenía una vivienda muy pequeña. Así que me llevaron a casa de la parejita: El era maestro; él, linotipista en la imprenta del ABC: Un funcionario, en aquel régimen (todavía vivía Franco), y un trabajador de un diario monárquico y de derechas, ambos del Partido Comunista, que en la guerra civil los habría fusilado y hasta hacía pocos años había tildado la homosexualidad de "antirrevolucionaria". Más valor no he visto nunca, y sirva esto de pequeño homenaje.

            En casa de aquella pareja pasé día y medio: Vomitaba, y me dormía; volvía a vomitar, y me volvía a dormir. Así que, al día y medio, había adelgazado tres kilos. ¡Milagro, tres kilos! Lo que no adelgazaba ni en un mes de morirme de hambre! Qué maravilla, tres kilos! Así que volví a mi casa tan contenta que me resbaló el broncazo de mi padre, los ¿Dónde has estado?, ¿Quién era esa señora?, ¿En qué líos estás metida?, ¿Por qué no eres como todos...? Y, de paso, así no nos darías sustos...

            Pero yo no podía ser como todos: Era poco emocionante, era gris, pero, sobre todo, la vida en aquella época era muy injusta. Así que nunca se me pasó por la cabeza dejar de ser diferente. ¿ Y qué aprendí? Pues sí que aprendí, aunque, aparentemente, no haya nada que rascar en la experiencia. Pero ya se sabe que la juventud es muy osada, así que mi felicidad durante aquellos días tan extraños me llevó a concluir que no estaba equivocada, que había muchos mundos "bajo la alfombra", y más bonitos y románticos que el que estaba encima; que la gente podía ser más libre de lo que era, y, sobre todo, que yo era feliz en aquel mundo raro y curioso donde había sorpresas, amigos ¡y se podían adelgazar tres kilos en un día!




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