El clavo

         Hace unos días me compré unas merceditas. Merceditas, bonito nombre que usa mi vecino Jesús para nombrar unos zapatitos que en mi familia siempre se han llamado manoletinas y Salvatore Adamo bailarinas, en su famosa balada "Quiero", que tanto escuché en los veranos de mi adolescencia.

        Bueno, pues me compré unas merceditas maravillosas, cómodas, blanditas y con un poco de cuña, lo justo para que mi puente altísimo no sufra (Puente: arco del pie que, cuando es demasiado alto o demasiado bajo, genera unos dolores insoportables  en forma de aguja que se clava en el centro de la planta del pie que no dejan caminar). Y no, tampoco tenían clavo. Hace mucho que mis zapatos no tienen clavo.

        Porque hubo unos años -cerca de treinta, ahora que lo pienso- en los que, antes de comprarme unos zapatos, pasaba el dedo por la superficie de su talón para comprobar que no había ningún clavo que se incrustase en mi dolorido pie cuando caminara con ellos. Nunca encontré el clavo, pero constataba su existencia en cuanto me los ponía y andaba algunos minutos, porque comenzaba a tener un dolor sordo, constante, que se agravaba con el tiempo de paseo y sólo se  aliviaba al descalzarme. 

        Hasta que un día, en el autobús que me llevaba a trabajar a Madrid, fui a ponerme de pie y me caí: Se me habían dormido los pies. Enfadada más que preocupada, porque no me gustan los médicos, pedí cita en mi consultorio y me hicieron una radiografía de los susodichos, a los que el especialista llamó "piececitos" con admiración (y no me extraña que ya no vea muchos así, a los pies de ahora yo los llamo abarcas). De las tales pruebas resultó que tenía espolones, dos, para que mis pies no tuvieran envidia, y que los dichos espolones comprimían el talón de aquiles y se me dormían los pies por la tal compresión. ¿Solución? Ah, el diagnóstico es una cosa y no hay que pedir más, bastante que te dicen lo que te falla para pedirles también una solución apetecible.

        Porque soluciones, haberlas, háilas. Pero se llaman operación (dolorosísima, y el hueso que se clava en el talón vuelve a crecer), o plantillas, tacón, sé muy delgadita y, cuando te duela, te aguantas, que con estas recetas te dolerá menos. Así que opté por la segunda, y no me va mal. Sobre todo porque, como me duelen los dos pies, no tengo con qué comparar y eso siempre ayuda. Pero de vez en cuando pienso (ya dice Salva que eso es malo), y lo que pienso es: He tardado treinta años en saber que algo que creía externo era mío. ¿Cuántas personas estarán convencidas de que algo que creen externo en realidad forma parte de ellas? En román paladino, ¿Cuántas personas creen que la culpa de algo que les pasa no tiene que ver con sus actitudes, problemas, personalidad, acciones, y echan la culpa al "enemigo exterior", cuando tienen el problema -y la solución- en sí mismas? ¿Y cuántas tendrán un médico, ahora o en el futuro, que les diga que están equivocadas y puedan arreglarlo?

        ¿Cuántas personas ven un clavo en su zapato, cuando el clavo está en su pie?

Comentarios

  1. Gracias, procuro sacar punta a lo cotidiano pero con humor, aunque a veces no me sale.

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