Cumpleaños
Hoy es casi el tercer aniversario de este blog. Casi, porque en realidad lo inauguré un 13 de agosto, y hoy es 15. Pero es que no me acordaba, y creo que tampoco me acordaré el próximo año, ni el siguiente. Porque de la única fecha que me acuerdo en agosto es de mi cumpleaños, el diecinueve. Y no del diecinueve de este año, en realidad, ni de los próximos diecinueves de agosto, ni de todos los anteriores: Soy de las que piensan que los cumpleaños son para los niños. Y de uno de esos cumpleaños quiero acordarme precisamente, de un cumpleaños de niña, a mis ocho o nueve años, en la finca (es muy pretencioso llamarla finca, en realidad, pero era como la llamábamos) de Las Navas del Marqués, provincia de Avila, cuando en el pueblo de Las Navas las vacas se paseaban por las calles y cuando ibas a la compra, o a la única pastelería (El Saúco, maravilla de las maravillas los tocinos de cielo, los croissants, las wambas de nata, los bocaditos de nata, los éclaire), tenías que mirar por dónde pisabas para saltarte las boñigas y no ensuciarte las zapatillas.
Y es que, en aquellos cumpleaños de mi infancia, había tarjetas postales para felicitaciones de todo tipo; y no es de extrañar, porque no sólo no había internet ni móviles, es que tampoco el teléfono estaba tan extendido: En mi casa había, pero en la casa de Madrid; en las vacaciones nos comunicábamos con el mundo a través del cartero.
Y el cartero era el encargado de recordarme mi cumpleaños, si es que había que recordármelo. Porque todos los años se presentaba allí, el diecinueve de agosto, para traerme las postales, todas ellas cursis a más no poder, de rosas, niñas con lacitos, con purpurina, con corazones... (siguen siendo abrumadoramente mayoritarios en internet, no vayáis a pensar que los humanos hemos cambiado), en las que me felicitaban por mi cumpleaños mis tíos, sobre todo mis tíos, pero también algún primo mayor o algún amigo de mis padres.
Pero aquel año ocurrió algo. Porque llegó el cartero, muy solemne, preguntó si estaba allí "Maribel Botas", entre aquellas niñas que le esperaban (yo todos mis cumpleaños estaba allí la primera, claro), y, cuando le dije que era yo, empezó a sacar postales, una por una, y diciendo mi nombre una y otra vez. Al principio aquello pareció raro, muy raro, pero cuando las postales empezaron a ser un montón importante, una de mis primas, que llevaba la cuenta en voz baja, empezó a alzar la voz: trece, catorce; y el cartero seguía buscando en su saca, sacaba otra con cara de sorpresa ¡hay más!, y mi prima seguía cantando ¡quince!, hasta que todas empezamos a contar, ¡diecinueve, veinte!, hasta veintitrés. ¡Veintitrés felicitaciones de cumpleaños!
Las tres primas que estábamos allí empezamos a saltar, como si fuera el cumpleaños de todas, a chillar y a correr como unas locas; nadie antes había tenido tanto éxito; nadie se explicaba cómo, con sólo (sólo) nueve tíos y un montón de primos, pero todos más pequeños que nosotras, me podían haber llegado veintitrés felicitaciones de cumpleaños. Y realmente nunca supe lo que pasó: De algunos remitentes tuvimos que preguntar a nuestras madres quiénes eran, porque nosotras las niñas no los conocíamos de nada.
He olvidado el nombre de aquellas personas, pero nunca olvidaré la cara risueña de aquel cartero mientras hacía el teatrillo de rebuscar otra tarjeta y sacarla con toda la cara de sorpresa que merecía la ocasión. Sigo siendo una forofa de Correos. Más de un curso he certificado mi matrícula en la universidad a las once y cincuenta y cinco de la noche del último día de plazo en Cibeles; en la pandemia me han traído libros; desde hace años me traen casi todos los paquetes que compro online; y cuando me falló la página oficial del teatro de Mérida, allí estuvo la página de Correos para sacar las entradas: Esa no falló.
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