Un verano especial

        Tenía pensado hacer una entrada sobre mi preciosa experiencia en el albergue Villa Castora, de Cercedilla, el último verano que fui directora allí. La tradición marcaba que una orquesta de aficionados que solamente interpretaban piezas de flauta ensayara allí todos los veranos durante una semana, y después diera un concierto en el pueblo, al que, amablemente, estábamos invitados los trabajadores del albergue. Pero aquel verano, el último antes de mi jubilación, coincidió con la estancia de los miembros de una iglesia no sé si metodista, anglicana o cualquier otra confesión protestante, que querían también ensayar sus himnos entre sermón y descanso, porque escogieron el albergue para un mix de vacaciones, retiro espiritual y recarga de pilas en el área de la fe. 

        Total, que, gracias a mi jefe de mantenimiento, que era un genio en lo suyo y consiguió que hubiera conexiones para los diferentes instrumentos electrónicos en lugares tan exóticos como el campo de fútbol, los que tuvimos el privilegio de trabajar allí aquel verano nos encontramos con que, según dónde nos situáramos y según cómo soplara el viento, nos llegaba el ensayo -casi perfecto- de una partitura barroca de flauta (y aquel verano aprendí que había muchos conciertos sólo de flauta en el acervo musical de nuestra Europa), o el ensayo también, -y también casi perfecto- de preciosos cantos gospel y familia de aquella iglesia presbiteriana, baptista u otra que no puedo recordar, pero qué importa, con lo bien que sonaba...

        Pero todo esto se ha quedado atrás. Porque mi hada madrina del albergue, mi amiga Amparo, perdió la batalla contra el cáncer ayer. Y van tres. Van cerrando lugares de mi recuerdo: Mi amiga Amparo del Ateneo, mi amiga Mico de la facultad, mi amiga Amparo del albergue. Tres tiempos, tres espacios, pero, sobre todo, tres personas con las que tuve una relación especial. Amparo, del Ateneo, era independiente, dolorosamente independiente porque su edad -algo mayor que yo- le había vetado la posibilidad de compaginar su independencia con una pareja cómplice y hacerse un entorno feliz. Mi amiga Mico, inteligente, divertida, generosa, que sólo discriminaba a las personas por su inteligencia y bondad. Y mi amiga Amparo, a la que llamaba "mi hada madrina" porque hacía brillar tanto los sitios por donde pasaba, a fuerza de fregoteos pero también de interés, o, por qué no decirlo, de amor, que de ser calabazas se convertían en carrozas.

        Amparo llegó al albergue algo después que yo, así que, realmente, estuvo poco tiempo. Hay gente que pasa diez, veinte años, en un sitio, y no cambia nada. Pero Amparo, nada más llegar, empezó a cambiar cosas. Sin proponérselo, sin decir nada, como era su estilo. Y no es que yo pensara que no tuviera defectos, eso no es humano; pero no tenía el tipo de defectos que hacen que una persona sea mala persona. Amparo era buena compañera (nunca habló mal de nadie); buena trabajadora (como decía mi amiga Carmen, en el baño de los empleados las arañas a las que todos saludaban ya por conocidas hicieron un largo viaje cuando comenzó a limpiar ella); buena persona (daba una oportunidad tras otra también a los que la trataban mal). Y era una madre orgullosa: De lo que más hablamos en nuestra relación fue de nuestras preciosas hijas: Las dos éramos madres maduras, las dos teníamos hijas únicas, a las dos tenían que cosernos la boca para callarnos.

        Amparito, te echaré de menos. Ya no tengo con quién hablar de Cristina ni de Leo. Lo único que me consuela es que sé que tu Cristina siempre te llenó de orgullo y te hizo muy feliz. Has sabido disfrutarlo. No pido más para mí. 

        Un hurra por Amparo!   

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