Si hoy es viernes, esto es una boda

        Cuando era joven, las referencias de tiempo para ubicar mis eventos -ahora se llaman así- eran los años académicos: Mis vacaciones en Londres fueron en primero de carrera; mis vacaciones de Suiza, en segundo; la revolución de los claveles (segundo), el 20-N (cuarto), las primeras elecciones (quinto)... Y fusión en negro. Acabé la carrera, y los másteres, los años reglados y organizados desde pequeñita se acabaron. Pero, igual que había sido fácil organizar mi mundo alrededor del cole o de la uni, se me hizo prácticamente imposible organizarme en torno a otro eje. Porque ¿quién encuentra algo tan cíclico como la escuela? Un trabajo te dura unos años y otro unos meses; incluso, en estos tiempos, unos días. Un amigo te dura desde el cole, o desde tu primer trabajo, y si no, te dura dos telediarios, aunque haya honrosas excepciones. Y mejor no hablar de lo que duran algunos novios, o, peor aún, de la eternidad que duran algunos préstamos. Y nada de esto sirve para organizarte el tiempo y el recuerdo en periodos homogéneos que te den un poco de perspectiva, del tiempo que pasa.

        Así que tuve que hacer auténticas filigranas de memoria para colocar los hitos importantes en algún lugar recordable: Volví a la universidad cuando me independicé de mis padres; me fui a Inglaterra cuando me despedí del banco... Pero luego tenía que pensar en fechas, porque, aunque la conexión la había hecho, las fechas me bailaban. Total, que no era muy eficaz el sistema, pero no había otro... Hasta que encontré el de toda la vida: las tareas del mes.

        En San Isidoro de León hay una serie de grabados con las tareas agrícolas de cada mes del año; y, desde que vivo en el campo, me he dado cuenta de que vivo una buena parte del día conectada a las estaciones; más, mucho más, desde que me he jubilado: febrero es el mes del sol a la una de la tarde; en marzo, los frutales se llenan de flores, antes de echar las hojas, y los jardines se convierten en lugares con grandes racimos blancos o rosas que nos hacen elevar la vista; abril son los bulbos de primavera, el mes de los tulipanes y narcisos, los lirios y los iris; mayo es la explosión del color por excelencia, pero, para mí, es el olor de las rosas, como junio es el olor del dondiego de noche; en julio están los agapantos a ras de suelo y la mimosa de Constantinopla mirando al cielo. En agosto, ¡dios mío! no sabes si ir a la piscina, quedarte a la sombra del castaño o mirar la hilera de montañas de la sierra del Guadarrama desde el balancín. Septiembre, abelias blancas y los preciosos plumeros de la hierba de la pampa. Octubre comienza con el dorado de las hojas de los arces y el rojo de la parra virgen en un continuum que en noviembre termina con la pradera -si ha llovido- cubierta de las hojas amarillas y rojas, mientras el yínyo (ya sé que se escribe jingko, pero no quiero) conserva sus preciosas hojas de color oro todavía pegadas a sus ramas hasta el primer vendaval, que no tarda mucho.        

        A diciembre y enero los odio. No tienen luz, así que no tengo tiempo que dedicarles.

        Pero este año ha pasado algo raro: Ha llegado septiembre, después de dos años de pandemia, y, de repente, éste ha sido un comienzo de curso de locos. Porque, a ver: Dos de septiembre, boda de sobrino; siete de septiembre, me escandalizo de lo que me piden por un obrón en el jardín, me decido a hacerlo yo, y lo empiezo (lo empezamos, Salva y yo); quince de septiembre, primera peli de la temporada del cineclub del pueblo; veinte de septiembre, me envían un enlace para apuntarme a un club virtual de lectura, y me apunto. De veinte de septiembre a cinco de octubre, descanso para recuperar fuerzas, porque el siete de octubre llega temporada de zarzuela con mi amiga Encarna, vacaciones de una semana (que no son para descansar, ya descansamos el resto del año) y, a la vuelta, pintores. En fin, que espero que esto sea sólo otra pandemia, porque quiero volver a mis tareas agrícola- jardineriles, que para eso me he jubilado.

        Y esto último me lleva a concluir que he organizado mi medida del tiempo, y, en el fondo, mi vida, en torno a dos temas que han sido, cada uno en su época, los motores de mi vida: Aprender, cuando era joven, y rodearme de tranquilidad y belleza, ahora que soy vieja. ¿El trabajo? Ahí está, sirve para vivir, y a veces es interesante. ¿La pareja? Yo la he encontrado, pero no es imprescindible. En cambio, las pulsiones de cada uno -aprender, tener amigos, mangonear, ser feliz o ser la reina de los mares-, ésas sí son importantes. Nos marcan. No podemos dejarlas a un lado. Vivimos con ellas.

        Así que, como cada persona se dibuja su propio mundo, párate a pensar (si te apetece): ¿Cuál es el oficio de tus meses?. Te dirán qué es importante en tu vida.






Comentarios

Entradas populares de este blog

Una vida larga y feliz

Dios está con nosotros

El que tiene un pueblo tiene un tesoro

El 8 de marzo y Cervantes

Es la brecha digital, ¿estúpida?

Qué asco, otra vez jamón!

A dónde va Europa

Lo que nos define

Cuando somos malas, somos malísimas

Algo más que flores