Mis tardes de domingo
Tengo muy pensado cómo quiero que sean mis tardes de domingo. Desde que estuve en Cambridge un mes estudiando inglés, allá por 1982 (ya ha llovido, lo sé), me quedé con una idea sobre las tardes de domingo como algo nefasto: No se podía hacer nada; nadie salía de casa, nada tenía vida, nadie pisaba la calle... todo el mundo se dedicaba a pasar el cortacésped por el jardín, vaguear o hacer chapucillas caseras. Estuve un mes, que se me hizo eterno, así que acabé comprando un puzzle en unos grandes almacenes para entretenerme en esas tardes de domingo interminables y espantosas.
Con el tiempo, cuando el mundo y yo fuimos menos exigentes, los domingos empezaron a ser días agradables. Ya no eran simplemente para descansar, dormir y vaguear los justito para llegar al finde siguiente, como cuando era multitarea y saltaba de la universidad al trabajo y del trabajo a cumplir tareas en casa. Ya no tenía prisa. Ya podía hacer todo lo que no había tenido tiempo de hacer. Ya podía leer, viajar, hacer vida de estudiante, ser socia de clubes exclusivos como el Ateneo, estudiar inglés en Cambridge, ir a conferencias, levantarme tarde.
Y pasó más tiempo, y los domingos se convirtieron en mi refugio. Porque Salva primero, y Salva y Leo después, mis compis (marido e hija respectivamente) desaparecían, bien a jugar a los bolos, bien a correr con cochecitos de radiocontrol los domingos, por la mañana o por la tarde, y la casa se quedaba para mí.
Y gracias a ese pacto no escrito, pero que no se rompió durante años, cuando decían adiós y oia el motor del coche, me calzaba mis zapatos de tacón, ponía mis vinilos a todo volumen en mi pista de baile particular -la bodega de mi casa- y me dedicaba a dar saltos (con la Giga irlandesa de Gwendal) o giros (con la Lady Pepa de Los Pekenikes) o lo que se terciase, según mi humor, hasta que caía molida, pero contenta, donde hubiera un asiento más a mano.
Ha seguido pasando el tiempo, y ahora, cómo no, son otra cosa. Porque ahora, cuarenta años después, he descubierto el placer de sentarme a ver lo que han hecho otros. Para variar. Vamos, que me he enganchado a las series de Netflix y Moviestar, y me zampo tres o cuatro capítulos por tarde de maravillas como los Peaky Blinders, La ley de Lidia Poët , Gambito de Dama o Dawnton Abbey. Y cuando no me inspiran los títulos nuevos ni los spoilers (ya me estoy contagiando ), vuelvo a la saga de El Padrino o El señor de los anillos, nunca vistos suficientemente.
Pero no me he olvidado de bailar. Porque para las tardes de invierno me he inventado una nueva rutina: Minisiesta en el sofá -con el ruido de fondo de la novela que "toque" en la tele-, paseo con el perro, rato -corto. lo reconozco- de lectura, y mahjong en el ordenador, hasta la hora de ver Pasapalabra. Y cuándo bailo? Pues es cierto que he dejado atrás la puesta en escena del plato, los vinilos y el tacón, pero es que los viejos acabamos simplificando mucho, y simplificando, simplificando, descubrí Spotyfy, y ahora, cuando me siento delante de la pantalla, enciendo los altavoces, abro mi biblioteca, escojo mi lista de ese día y escucho la música mientras le doy a las fichas, hasta que no puedo más, me levanto y me pongo a bailar -sin tacones, eso ya no- hasta caer rendida, como antes. Claro que Spotyfy no es perfecta: Paco Ibáñez no está. No se puede tener todo.
¡¡¡Qué tardes de domingo más divertidas!!!
ResponderEliminarLas mías suelen ser de aspirador y plumero (como preludio o antesala de los puñeteros lunes). Eso sí, siempre acompañada de buena música. Soy fan de la música. Me ha acompañado siempre en todas las facetas de mi vida. Y también bailo. Eso sí, sin tacones, pero la danza del aspirador y el plumero acompañada de buena música se lleva mucho mejor.