De qué hablo cuando hablo de leer
Hace tiempo, mi prima C. me dijo algo que, en aquel momento, escuché sin darle demasiada importancia, pero que me pareció curioso: "Yo, cuando me canso de estudiar algo, cambio, y si estoy haciendo una traducción de latín, estudio geografía, o si estoy haciendo mates -conocidas entonces como "matracas"-, saco el libro de historia".
Como por aquel entonces yo dejaba todos los libros de texto nuevos porque no me molestaba en abrirlos (hay que seguir manteniendo la leyenda urbana de que sacaba sobresalientes sin abrir un libro), no me sirvió para mucho. Pero se me debió quedar archivado, porque es la pauta que he seguido años después en mis lecturas. Gracias, C.
Y está muy extendido, como he comprobado cuando hablo con gente que lee mucho, aunque lo mío es un pelín distinto. Porque no sólo leo varios libros a la vez, sino que los leo en diferentes sitios, según la personalidad de cada libro.
La cosa empezó cuando estudié Filología Española en la UNED. Era muy duro, los exámenes eran muy exigentes y tenías que empollar; además, yo ya estudiaba por placer, para encontrar nichos de lectura, entender novelas de corrientes literarias "difíciles" y, ¿por qué no? buscar herramientas para escribir yo misma leyendo crítica literaria, estilística... Así que me empleé a fondo.
Y en esas estaba cuando me acordé de mi prima, y opté por cambiar de sitio cuando me cansaba de todo: Cuando agotaba las habitaciones de mi casa en el barrio de Lavapiés pasaba al Ateneo en el barrio de Las Letras (diez minutos andando), y en el Ateneo, de la biblioteca a la cacharrería, de la cacharrería al salón de los pasos perdidos (¿a que son unos nombres preciosos?) y vuelta a la biblioteca. Y con ese sistema conseguí llegar al último curso.
El caso es que, como aquello duró unos poquitos años, le cogí el gusto a ir cambiando, y ahora he dado otra vuelta de tuerca y emparejo los libros con los lugares. Porque hace unos días viajé con mi hija a Madeira, que es verde que te quiero verde, y me llevé dos novelas. Me las llevé por pequeñas, porque pesaban poco y abultaban menos, pero, oh casualidad! eran las dos hispanoamericanas, llenas, como la isla, de paisajes no ya verdes, sino exuberantes, y la segunda no tuve tiempo de terminarla. Llego a casa, y me doy cuenta de que la aparco y empiezo un tocho de historia.
Y entonces me doy cuenta de que comienzo ese tocho de historia en casa porque los libros de historia, los pequeñitos, las monografías, que pesan poco y abultan menos, me gusta leerlas en el autobús y el intercambiador de Moncloa cuando voy a Madrid: Llego a Moncloa, me pido cualquier cosa en alguna de las franquicias y me entra una inmensa sensación de relax cuando me siento tranquilamente a leer -no más de media hora-, a la ida o a la vuelta, historias que son pasado mientras miro de vez en cuando pasar a la gente andando sin prisas, sin ruido de coches... Veo personas y oigo el silencio, una maravilla.
Y Monte Miseria? Cómo leo Monte Miseria? Pues también aparcada desde la página cien, pero no es que no sea divertida -desternillante, es desternillante- o poco crítica (Me recuerda La conjura de los necios por la crítica y el humor ácido): Es que todavía no la he ubicado. Pero como tengo más... Porque también tengo Aquel domingo y ése lo tengo que leer en algún sitio del jardín donde levante la vista y vea flores, o montañas, o me distraiga algún pájaro cantando; porque hay que leer un poco y descansar, y pensar en lo que se ha leído y descansar de nuevo.
Y he dejado la intriga de la que se quedó a medias en Madeira: El siglo de las luces. Es verdad, me da vergüenza, no lo había leído. Y es precioso, absorbente, maravilloso. ¿Y por qué lo he aparcado? Muy sencillo: Lo sentí tan cerca entre el verde de Madeira que he decidido leerlo en verano debajo de mi castaño, cuando el seto de aligustre y los árboles de alrededor hagan un techo verde por donde se cuele el sol lo justito para poder leer y las hojas hagan bailotear los puntitos de luz en las páginas, en mis manos, en el suelo. Sólo así habrá una atmósfera tan irreal y mágica como la Cuba de Carlos y Sofía, Esteban y Víctor...
Y llevo cuatro...Pero no importa. Mi amigo Antonio me ha regalado siete preciosos marcadores de página con una composición fotográfica suya, y voy a usarlos todos.
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