Familia no hay más que una y a tí te encontré en la calle
Hace algunos meses mi hija me pidió que le escribiera una historia de la familia porque de vez en cuando sus amigas y ella hablaban de sus respectivos padres y se daba cuenta de que nuestras experiencias vitales y nuestros recuerdos no eran los mismos: Ellos habían estudiado el BUP, nosotros el Bachillerato; ellos habían vivido la transición con calcetines, nosotros en la universidad; ellos siempre habían tenido una tele en su casa, nosotros habíamos crecido con la radio y sólo después había llegado la tele. En resumen, nosotros éramos diferentes de los de sus amigas.
Así que me puse a ello, y comencé a preguntar a mis primas -porque de la generación anterior ya quedan muy pocos-, por la familia. Quería comenzar por los abuelos, pero dado que mis padres eran primos hermanos, pensé que merecería la pena dar alguna pincelada sobre los hermanos Castro, seis hijas y un hijo vástagos de una madre muy arremangada (Manuela Pérez) y un viudo mayor (Faustino Castro) que enseguida la dejó viuda a ella, con lo que pudo dar rienda suelta a sus dotes de mando, que eran muchas.
Y ahí empezaron mis problemas, porque, según a quién preguntara, me daba una visión muy diferente de los distintos personajes. De la bisabuela Manuela, no; ésa era tan dominante que todo el mundo estuvo de acuerdo de que era Doña Ordeno y Mando, no sólo con sus hijas, sino también en el pueblo; amiga del cura y del maestro, cuando llegaban los compradores de lana a Andiñuela (así se llamaba el pueblo), todo el mundo esperaba a ver a cuánto la vendía Manuela para pedir lo mismo; nadie se atrevía a levantarse del Rosario o salir de Misa hasta que lo hacía ella, y en navidad, claro está, repartía la limosna preceptiva entre los pobres del pueblo (¿cuántos pobres podía haber en un pueblo de doscientos o trescientos habitantes?) Y mi padre -nieto suyo- siempre contaba que una vez la vio dar una bofetada a una de sus hijas, ya casada y delante del marido, y el marido decidió que en boca cerrada no entran moscas.
Pero con tío Aurelio, el único hijo de la abuela Manuela, sí que había opiniones. Yo por mi parte no lo tenía en gran estima, porque siempre estaba cazando o pescando, y a veces nos "caía" alguno de sus regalitos a las sobrinas nietas: Nunca se me olvidarán las tediosas tardes de verano en Las Navas del Marqués pelando perdices o codornices que nos traía tío Aurelio cuando pasaba por allí, con su morral y su escopeta; perdices o codornices que había que escaldar primero, y luego, cuando las plumas olían a mojado que apestaban, había que quitárselas una a una con mucho cuidado, porque si arrancabas la piel - y era muy fácil arrancar la piel cuando se quitaba el plumón del pecho- salía mal el estofado después. Nunca he podido tragar ni las perdices ni las codornices, no sé si porque creo que pelé todas las del reino animal o casi, o porque tanto hueso y tan poca chica me pone nerviosa.
Sigamos con tío Aurelio. Porque lo que para mí era una tortura -la caza- para mi primo Pepe era el cielo: Cuando tío Aurelio iba a Andiñuela a cazar, Pepín, que entonces era un rapacín, esperaba con ansiedad que le preguntara si quería ir con él a cazar para llevarle la escopeta. Y allá que te iba, un chavalín de nueve o diez años, con una escopeta más alta que él, que por un día se había librado, además, de estar en el monte con el ganado o tragando paja y polvo mientras guiaba las vacas del trillo en las eras. También para mi padre, siguiendo con el caleidoscopio que es el personaje, era el héroe de su relato: Era el tío que le había llevado a Madrid, a trabajar en su pescadería mientras el resto de los chicos del pueblo se habían quedado para ser unos gañanes sin posibilidad de salir de allí.
Porque tío Aurelio, según mi tía Pilar (también sobrina suya), era un "señorito" al que su madre, la abuela Manuela, había dado dinero para poner hasta tres pescaderías en Madrid seguidas, porque las arruinaba con su poca maña para trabajar y su mucha afición a los deportes cinegéticos. Hasta que tuvo la brillante idea de irse llevando a los hijos mayores de sus seis hermanas a la pescadería, con lo cual ganaban todos: Los chicos trabajaban como locos, encantados de haber salido del pueblo, y él por fin estaba tranquilo porque tenía quien le trabajara el negocio.
Llegada a este punto, hablé con mi hija para decirle que probablemente "iba a tardar un poco" en escribirle la historia de la familia. Y ¡menos mal!, no quería una historia de la familia, sino, simplemente, una historia mía. Ya le parecían bastante interesantes los cambios que habíamos vivido su padre y yo, y sobre todo yo, que podía contarle la "vida de pobre" en Lavapiés en los años cincuenta y sesenta, las casas de vecinos, el mercado, el colegio, las rutinas diarias, la calle... lo que ella no ha visto, la vida de barrio que ahora tiene a su alcance en la Prospe, donde vive, y quiere saber más: Cómo era antes, ahora que tiene una idea de cómo es ahora.
Y la verdad es que sí tengo cosas que contarle, porque, aunque he liquidado toda mi infancia y mi adolescencia, hasta terminar el colegio, en diez o doce páginas, cada vez tengo que meter más morcillas en lo ya escrito, porque la memoria es una bola de nieve: Cuando más recuerdas, más efecto llamada hacen los que ya han llegado.
Veremos. Igual cuando lo lea me dice que tampoco era eso.
¡¡Ahora sé de dónde viene la pescadería!! Ese tío Aurelio desde luego se lo montó estupendamente.
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