... Y más libros
Tengo en la mano Niebla, de Unamuno. Es un libro de tapas de rústica, de color azul, tamaño cuartilla y medianamente grueso, que tiene unos cincuenta años, porque es el primer libro que me compré en mi primera feria del libro, cuando tenía alrededor de quince. Fuimos mi amiga Flor y yo, después de salir del colegio, y nos gastamos nuestros ahorros de todo un mes, ella en el suyo -que no recuerdo-, y yo en Niebla.
Así pensaba comenzar esta entrada, pero cuando he ido a buscar el libro, he comprobado eso tan sabido de que la memoria es una amiga infiel: El libro no es azul, sino blanco; no es mediano, es pequeño, con una letra apta para leer con lupa, y gracias a esta letra de pigmeo no es grueso, sino delgadísimo, apenas ciento noventa páginas. Lo único azul es el título sobre el fondo blanco de la portada, y lo único importante es que, desde el principio, he tenido una gran suerte -o una gran intuición- para escoger lecturas: Era difícil encontrar un libro más bonito, más intrigante, más romántico incluso, para mis quince años. Porque Augusto es el prototipo del héroe según los parámetros de una adolescente: Romántico a más no poder, hasta el punto de que no existe: El colmo de lo etéreo, lo inconsistente, lo romántico.
Tener héroes y heroínas es uno de los incentivos de las novelas. Yo tuve unos cuantos, y diría que lo siguen siendo, porque las personas no cambiamos tanto. Mis héroes: Ivanhoe, el Capitán Trueno... no me salen muchos. En cambio, heroínas me salen a montones, y eso que no hay demasiadas: La reina Sigrid (reina de la isla de Thule, que le largaba sus obligaciones dinásticas a su primo en cuanto su novio, el Capitán Trueno, le pedía que corriera con él alguna aventura espada en mano); Natacha Rostov, la prota de la ya nombrada Guerra y Paz, que comienza enamorándose del guapo, con su uniforme de húsar y sus galantes modales; luego se enamora del interesante, el príncipe Andrés, inteligente y romántico (tan joven, y ya está malherido y su mujer y su hijo han muerto); y, por último, se casa con el bueno, Pedro, un gigantón con crisis de fe que es la personificación del pedazo de pan. Santa Teresa, que comienza su carrera de rebelde ya de niña, liando a su primo para que se escape con ella a ser mártires en tierra de moros; Fortunata y Jacinta, las dos, que son enemigas cuando no se conocen y poco a poco se convierten en aliadas; y, por supuesto, los personajes femeninos de Jane Austen.
Y qué decir de los libros? Porque hay libros que son personajes en sí. Y, si no, cómo se podría llamar Alicia en el País de las Maravillas, o Los Viajes de Marco Poco, o el mismo Ivanhoe, la novela entera, no el héroe? Alicia, que era de mis primas y lo tuve "prestado" durante años, hasta que casi lo aprendí de memoria. No entendía nada, y eso lo hacía más maravilloso: Alicia con un trocito de seta en cada mano, creciendo y encogiendo; Alicia oyendo decir a la reina "hay que correr muy rápido para quedarse en el mismo sitio"; Alicia viendo la sonrisa del gato cuando el gato ya no estaba... todo era fantástico, incomprensible... Y luego me enteré de que todo eran matemáticas. ¿Qué hay más maravilloso que enterarse de que la fantasía pura en realidad son matemáticas?
Y los viajes de Marco Polo, que en realidad se llama Libro de las cosas maravillosas, y van dos maravillas: El ingenio de los ingenieros de Kublai Kan, que erigieron mojones de piedra altísimos en los caminos nevados para que los viajeros no se perdieran; o la picaresca de los musulmanes de la actual ¿Irak, Irán, Turquía?, que hervían el vino y lo bebían después con el razonamiento de que el alcohol se había evaporado al cocerlo y así cumplían con la ley de Mahoma... Era un mosaico de un país enorme, en el que Marco Polo cuenta cosas cotidianas y, a la vez, describe un imperio que quería abarcar a todo - o casi todo- el mundo conocido...
Y qué decir de Ivanhoe, el héroe de héroes, sólo superado por Lanzarote del Lago? La novela cuenta con un protagonista enamorado, cómo no, de un imposible; una "Guerra Santa", la Tercera Cruzada; el secuestro, prisión y rescate de un rey, Ricardo Corazón de León; las aventuras de ambos héroes, Ivanhoe y Ricardo, debidamente enmascarados, por las ingobernadas tierras del rey, "desfaziendo entuertos"; las torturas espirituales de un templario, Brian de Bois-Gilbert -recordemos, monje soldado, voto de castidad-, enamorado de Rebeca, una judía ¡una judía!, que, a su vez, está enamorada de Ivanhoe, el héroe enamorado de lady Rowena, su amor imposible. Vamos, que sir Walter Scott sabía lo que se hacía, al menos con las adolescentes de todos los tiempos. Y el desenlace -sí, voy a destripar el final- es ya romántico pastelero, es decir, romántico de pastel de fresa, o de pastel de bodas: Ivanhoe y Rowena se casan, Ricardo Corazón de León recupera su reino, Bois-Gilbert muere, y Rebeca se mete lo más parecido a monja que tienen los judíos. Final feliz, todo atado y bien atado, y cada uno en su sitio.
Y qué tienen todas estas novelas -y todos los libros interesantes- en común? Pues que dejan espacios a la imaginación; no sólo espacios, sino grandes, enormes agujeros. Porque lo que quiere cada lector es hacerse a la medida su propia aventura: sentirte el prota de lo que estás leyendo, después de un tiempo, se queda corto, y entonces las novelas tienen que permitir el escapismo, o el transfuguismo, da igual como se llame... Porque cada uno de nosotros tenemos que escribir nuestra propia novela, y no sólo la de nuestra vida, que también, sino, sobre todo, la de nuestra fantasía, la de nuestra meta ideal. Sin intentar emular a ese ideal de nuestra propia novela poco aprenderemos y muy poco felices seremos, creo yo.
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