Hablemos de cuentos
Hace unos días comentaba con una amiga que, según cumplimos años, leemos más despacio. Y es cierto. Mi amiga sostiene que es porque ya somos lentos para todo y nos cansamos antes; yo, por aquello de discrepar siempre -no sé si porque discrepar anima a seguir conversando, o por puro protagonismo- , sostenía que lo que ocurre es que, con los años, nos paramos más a pensar y asimilar lo que leemos. Sobre todo lo que no es ficción, que con el tiempo nos gusta casi más que la ficción: Es cierto que la realidad la supera.
Toda esta introducción es para confesar que estoy leyendo El infinito en un junco, historia de las peripecias del libro, y que, en casi un mes, he avanzado poco más de doscientas páginas (no digo cuántas tiene para no desanimar a nadie). Es cierto que tienes que asimilar mucha información. Y que hay muchas y preciosas historias -la historia de Alejandro, que iba a todas partes con su Ilíada; la carcelera nazi analfabeta y su historia de amor; la confesión de las sirenas de la Odisea, -no voy a hacer spoiler-; las historias de Eróstrato, de Safo, el estereotipo de la bibliotecaria...
Pero lo que me interesa hoy son los cuentos. En primer lugar, porque esta disgresión demuestra que he llegado a la página doscientas ocho. Que ya es. Pero, sobre todo, porque estoy de acuerdo con la autora sobre algo fundamental: Lo terriblemente incorrecto que es lo políticamente correcto. Hace algunos años, pero no tantos, que me enteré de que lo importante no es la verdad, sino el relato, y que a esto se le ha llamado posverdad.
Bueno. Pues corregir la realidad, aunque sólo sea a nivel de lenguaje, crea una realidad paralela peligrosa por ficticia. A fin de cuentas, las palabras evocan lo que representan, y cuando llamas una cosa con otro nombre estás cambiando la percepción sobre esa cosa, y no siempre es bueno. Y cualquiera convendrá conmigo que una realidad inventada siempre es mejor -más bonita, más perfecta, más justa- que la otra. Para eso la inventamos, para mejorar.
Pero no ayuda. No ayuda a la educación de nuestros jóvenes, porque no les prepara para salir del cascarón. No les alerta de los peligros que tendrá el mundo cuando no les protejan sus padres. No les ayuda a pensar por su cuenta, sopesar riesgos y decidir sobre el terreno, porque han estado sobreprotegidos, si seguimos construyendo una realidad edulcorada, como protesta la autora de El infinito en un junco cuando critica la tendencia a modificar los relatos tradicionales para adaptarlos a los "dulces e inocentes oídos infantiles".
Porque me parece -y supongo que de alguna parte o alguna lectura lo he sacado, pero juro que no estoy repitiendo como un lorito, sino que lo tengo muy pensado- que los cuentos tradicionales son crueles, realistas, humorísticos y cualquier otra cosa que se nos ocurra menos infantiles, porque la literatura oral es la forma de transmitir conocimiento de una sociedad donde el pueblo era analfabeto, pero sabio. Y ahora que lo pienso, creo que lo he sacado de un estudio sobre los refranes que hice hace años, porque mi conclusión fue que no todos los refranes son experiencias, como la mayoría cree, sino que la mayoría son un modelo, el arquetipo de algo, y dicho arquetipo se transmite de generación en generación en forma de refrán para que no se olvide el ideal, que es lo importante.
Así que, analizando los cuentos que se quieren cambiar por "crueles", "machistas", "racistas", etc, he llegado a la conclusión de que los cuentos tradicionales sí que son muy crueles, racistas, machistas y todos los adjetivos que se les quieran asignar, porque son una "educación para la vida". No hablo de los cuentos de Andersen o de Perrault, que son cuentos de autor, sino los tradicionales alemanes que recogieron los hermanos Grimm, o los tradicionales españoles que recogió Carmen Bravo Villasante, por poner dos ejemplos. También Dejo a un lado los cuentos de niños en el bosque, que es un lugar donde se les asesina (Blancanieves) o se los comen las alimañas (Hansel y Gretel), reflejo de las hambrunas, supongo, que tuvieron que sufrir periódicamente todos los campesinos de todos los lugares de Europa sin excepción.
Pero los cuentos que siempre me han llamado la atención son los cuentos de reyes, príncipes y princesas. Porque el pueblo siempre ha tenido muy claro que a los reyes les han importado un comino, y a ellos también les han importado otro comino los reyes, en justa correspondencia.
Vamos a analizar: Están los cuentos de príncipes que se casan con chicas bellísimas: Cenicienta, Blancanieves, La Bella Durmiente, Piel de Asno. En todos ellos, parece que el príncipe es muy democrático (se enamora por la belleza, sin atender a su nacimiento), pero, casualmente, todas son princesas encantadas. Príncipe con princesa: La monarquía no se mezcla con el pueblo, incluso cuando parece que sí lo hace. ¿Y Cenicienta? Una criada... Pues no es una criada, sino la hija de un gentilhombre que -machismo al canto- la deja en manos de las mujeres de la familia (madrastra y hermanastras) y se desentiende de su educación. Vamos, que más de lo mismo.
Luego, están los cuentos en los que se ridiculiza a los reyes; y aquí entran mis recuerdos infantiles, porque cuando era niña la mayoría de las historias me las contaba la radio. Y me encantaba La princesa del guisante, un cuento en el que, para saber si una viajera extraviada que había llegado a un castillo tenía sangre azul o no, la reina ordenaba colocar un guisante debajo de siete colchones en su cama. Cuando al día siguiente la princesa aparece llena de morados por culpa de la dureza del guisante, la reina la casa con su hijo. Y el cuento de Rumpelstiltskin, en el que a un rey le ciega la avaricia, y Las tres hilanderas, donde casan a una chica perezosa que no sabe hacer nada con el príncipe, engañándole (los reyes son tontos),
Y el cuento que más me gusta, el de la zarza, que creo que es español: Erase una vez que los árboles del bosque se pusieron a pensar que debían tener un rey, y dieron en argumentar unos y otros quién podía ser. Y cada árbol y cada arbusto decía que no, porque tenían mucho trabajo siendo útiles para algo: Unos tenían que hacer crecer sus frutos, porque de ellos se alimentaban los hombres; otros tenían que hacer dura su madera, porque los hombres la necesitaban; otros tenían que alimentar su gran copa, porque los hombres tenían que descansar bajo su sombra... Hasta que llegaron a la zarza, que no tenía ninguna utilidad. Y al darse cuenta, todos decidieron, por unanimidad, que la zarza debía ser la reina del bosque, porque no servía para otra cosa...
Por cierto, no soy republicana. Sólo cuento lo que he visto, como León Felipe.
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